Escribo estas líneas sin deseo alguno de ser leído, sino de ser escuchado. Sin enlaces, sin negritas, sin ladillos, sin seguir las normas SEO. A ver si con un poco de suerte ni Google se da cuenta. No pretendo que este texto ayude a este medio a sobrevivir un mes más gracias a la audiencia. Ni siquiera sé si seré capaz de terminar estas líneas. A decir verdad, ni siquiera sé que pretendo. Supongo que vomitar ante un folio en blanco un sinfín de pensamientos sin orden y esperar encontrar algo de respuesta en medio de todo este caos. A lo largo de todos estos años -más de seis, que se dice pronto- me he hartado de escribir en este medio textos sobre todo tipo de cosas. Algunos sin pies ni cabeza. Una recopilación de palabras y a otra cosa. Temas que rara vez le importen algo a alguien. Claro que difícil que importe algo a alguien cuando no me importa ni a mí. ¿Complejo del impostor? Puede ser, aunque yo prefiero pensar que siempre tuve claro que lo importante, lo realmente importante, de esta vida ocurre fuera de estas paredes.
Hoy, sin embargo, es diferente. Hoy les vengo a hablar de amor. O desamor. Qué más da. Al final y al cabo no dejan de ser dos caras de la misma moneda. Porque para que exista una debe existir la otra, ¿no? La vida y sus dualidades. Siento si esperaban otra cosa. Soy plenamente consciente de que el mundo se está yendo a la mierda y yo hablando de amor. Son totalmente libres de abandonar el texto y buscar algo mejor. Los hay a patadas, créanme. En este mismo periódico, sin ir más lejos.
En mi cada vez menos corta experiencia vital, me he cansado de hablar y hablar sobre el amor. Me he cansado de escuchar hablar sobre el amor. Me he cansado de teorizar sobre el amor. Me he cansado de despotricar sobre el amor. Me he cansado de alabar el amor. Me he cansado de dar consejos sobre el amor. Me he cansado de recibir consejos sobre el amor. Me he cansado de repetir las mismas frases hechas, las mismas fórmulas que supuestamente deberían funcionar para todos, como si el amor se tratara de una receta que solo necesita los ingredientes correctos para salir bien. Casi 29 años sobre un monotema. El monotema. Casi 29 años en los que no he entendido nada. Y me alegro. Tal vez nunca lo entendamos, porque no se trata de un concepto para ser diseccionado, sino de una experiencia para ser vivida, con todo lo que eso conlleva: el riesgo, la vulnerabilidad, el dolor y, por supuesto, la alegría indescriptible que solo el amor puede traer. La perfección de lo imperfecto. Un estrés dirán algunos, y puede ser. Pero un bonito estrés. Un lugar seguro al que volver.
El amor es un ente impredecible, un caos ordenado que se escapa de cualquier definición o fórmula. Nos gusta pensar que lo controlamos, que podemos clasificarlo en categorías, ponerle nombres y límites, pero la verdad es que el amor se ríe de nosotros y de nuestros intentos desesperados por comprenderlo. En realidad, el amor no se puede entender porque no es un concepto, es una vivencia. Y como tal, se siente en la piel, en las tripas, en ese espacio indefinible entre el corazón y el estómago. Un chute de dopamina que cuando llega a tu vida lo notas en cada poro de tu cuerpo. El conejo blanco de Matrix.
Me atrevería a decir que el amor no se trata de ser feliz o estar completo, al menos no todo el tiempo. El amor es también incertidumbre, vulnerabilidad y dolor. Es mirar a los ojos a la otra persona y, a pesar de saber que podría herirte de mil maneras distintas, elegir abrirte a ella. Porque el amor es un riesgo, uno que a veces nos deja más cicatrices que recuerdos, pero al que seguimos apostando una y otra vez, como si fuéramos adictos a esa adrenalina que solo él sabe provocar. Porque la vida sin amor sería infinitamente peor. Porque no sería vida.
Es curioso cómo hablamos del amor en términos tan grandilocuentes, cuando en realidad se manifiesta en los detalles más nimios. Imagino que en esto Hollywood ha tenido mucho que ver. Está en los silencios compartidos, en el roce accidental de las manos, en las discusiones tontas sobre qué serie ver esa noche. Está en la forma en que alguien pronuncia tu nombre, en ese mensaje de “buenos días”, en la rutina. Está en hábitos de sueños destrozados por dormir tarde. Está en conversaciones hasta las cinco de la mañana. Está en los paseos sin rumbo por Madrid pensando que nunca habías visto la ciudad igual y que seguramente nunca la vuelvas a ver igual. Está en cada beso que te das en los semáforos deseando que nunca se ponga en verde. Está en las canciones que dedicas, en las películas que ves, los libros que lees, los lugares que visitas… Está en todas partes. Y parece infinito mientras dura.
“Entonces te das cuenta que no es quien te mueve el piso, sino quien te centra.
No es quien te robe el corazón, sino quien te hace sentir que lo tienes de vuelta” – Mario Benedetti