La transparencia no es un valor accesorio ni un gesto de cortesía institucional. Tampoco, por supuesto, un capricho progresista. Es una obligación democrática, y la única manera de garantizar en una empresa pública que el agua de todos se gestiona con responsabilidad, integridad y respeto a la ciudadanía. Y si existe una entidad en la Comunidad de Madrid que debería haber interiorizado esa lección, es el Canal de Isabel II. No por convicción, sino por experiencia: hace menos de una década fue el epicentro de uno de los mayores escándalos de corrupción de la región. Una empresa pública saqueada desde dentro por quienes confundieron gestión con botín.
Ese pasado debería ser un recordatorio permanente de que cualquier zona de sombra, por pequeña que parezca, puede acabar abriendo la puerta a abusos, decisiones arbitrarias o simplemente a errores que erosiona la confianza pública. Sin embargo, la posible cesión del contrato del ciclo integral del agua en Lanzarote y La Graciosa vuelve a situar al Canal en un terreno inquietante.
Sin embargo, la operación en Lanzarote se está desarrollando sin información oficial suficiente ni mecanismos que aseguren igualdad de acceso a las empresas interesadas. Varias compañías han manifestado formalmente su disposición a participar en la eventual cesión, pero algunas afirman que no han recibido respuesta, otras sostienen que no han obtenido documentación y otras desconocen los criterios que el Canal estaría aplicando. Este modo de proceder resulta difícil de conciliar con el compromiso ético que una entidad pública debe garantizar tras haber sido objeto de un saqueo institucional.
El contexto, además, es especialmente delicado. Canal Gestión Lanzarote cerró 2024 con pérdidas superiores a 11 millones de euros, según la información publicada, en un contrato que acumula conflictos entre el Consorcio del Agua de Lanzarote y la Comunidad de Madrid. El servicio ha sido calificado reiteradamente como un “pozo sin fondo”, pese a las inversiones realizadas: más de 61 millones desde 2013. Al mismo tiempo, una filial del grupo francés Veolia, Canaragua, ha expresado su interés en asumir la gestión, mientras el Consorcio ha iniciado los trámites para resolver la concesión alegando incumplimientos.
En estas circunstancias, la ausencia de explicaciones no solo es inadecuada: es contraproducente. La ley puede permitir una cesión sin concurso, pero la pregunta relevante es otra: ¿por qué optar por el mínimo legal cuando la situación exige el máximo nivel de transparencia? ¿Por qué no publicar un anuncio formal? ¿Por qué no informar sobre qué empresas han sido contactadas y bajo qué criterios se está evaluando su interés? El silencio no previene conflictos; los alimenta.
La operación no es menor. Puede implicar renunciar a posibles ingresos futuros, cerrar litigios en condiciones todavía desconocidas o reorientar la presencia del Canal fuera de la Comunidad de Madrid. Resulta significativo que la cesión se plantee justo cuando, tras años de pérdidas y tensiones políticas, el contrato se aproxima por primera vez a un escenario potencialmente más estable. Y ante este panorama el interrogante es evidente: ¿por qué ahora y a quién sirve esta decisión?
Nada en este proceso invoca el estándar de buen gobierno que se supone consolidado tras el caso Lezo. La ausencia de publicidad no protege el interés público: lo debilita. La falta de trazabilidad documental no evita sospechas: las multiplica. Cuando una empresa pública opera sin criterios claros, la ciudadanía pierde la capacidad de evaluar si las decisiones responden a razones técnicas o a oportunidades que no se explican.
Este episodio interpela además al Gobierno regional, responsable último del Canal. No basta con alegar autonomía de gestión. Una empresa pública que administra un recurso esencial debe poder demostrar que cada paso está guiado por el interés general. Y eso exige algo tan básico como publicar la información, documentar los criterios y responder a quienes desean participar en igualdad de condiciones.
Ante su pasividad el Grupo Parlamentario Socialista en la Asamblea de Madrid registró más de treinta preguntas y peticiones de información, incluidas las solicitudes de comparecencia del Consejero de Medio Ambiente, Agricultura e Interior de la Comunidad y del Consejero delegado del Canal de Isabel II, para intentar dar luz a este oscuro proceso de cesión del contrato. El Canal de Isabel II tiene la oportunidad, y la obligación, de demostrar que ha aprendido de su pasado. Proceder con transparencia no es una debilidad: es una vacuna. Y evitar el escrutinio no es eficacia: es un riesgo. Si la Comunidad de Madrid quiere preservar la integridad de una de sus instituciones más emblemáticas, debe exigir que esta cesión, o cualquier otra, se gestione con luz suficiente como para disipar cualquier duda. Porque si algo enseñó la historia reciente del Canal, es que la opacidad no es un error administrativo: es el primer paso de un problema mucho mayor.
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