En esta segunda Dana parece que sí han funcionado las alarmas, sin duda el impacto de las consecuencias de la Dana pasada ha hecho su efecto preventivo. Desde luego es un alivio que las administraciones ya no tengan dudas de qué hay que hacer cuando la AEMET alerta de un aviso rojo por lluvias, esto ha salvado y seguirá salvando vidas, pero conviene no quedarse ahí para no volver a llegar tarde con los fenómenos meteorológicos que seguirá produciendo el innegable cambio climático.

Hace años que la ciencia viene advirtiendo machaconamente sobre esto; mitigación y adaptación es el mensaje claro de la ciencia desde hace años. Quizá las políticas públicas de los gobiernos no negacionistas se han centrado más en las primeras, aunque al nivel que continuamos quemando combustibles fósiles siga teniendo efecto limitado, y seguirá habiendo gobiernos autonómicos que regateen estas políticas, pero, tras las últimas semanas vividas en España, no debería quedar duda de que ya no se puede retrasar más las políticas públicas de adaptación en las que seguimos en pañales.

Los cambios de gestión de las alertas que hemos visto en esta segunda Dana es sólo el primer paso de la adaptación; ser más conscientes de los significados de las alertas, tanto las administraciones como la ciudadanía y tomar decisiones de protección ciudadana ante los posibles riesgos es ya inevitable, ni los más negacionistas podrán cuestionarlo, pero de nuevo llegamos tarde a hacernos cargo de la dimensión de lo que implica adaptarse.

Estamos ya convencidos de que si hay una alerta roja por lluvias hay que limitar la movilidad, suspender actividades que conlleven la exposición de población a ser atrapadas por posibles inundaciones, y tratar de proteger los bienes materiales, como se pueda, pero eso es sólo una tirita a los problemas de fondo y todas las decisiones adoptadas generan nuevas necesidades y problemas de las que tenemos que hacernos cargo.

Es urgente actuar preventivamente sobre todas las zonas inundables que están construidas para ir liberándolas, porque no se trata de un fenómeno puntual, cada vez serán más recurrentes y más intensas, precisamente por eso ya no se puede evitar legislar para que no se siga construyendo en zonas inundables y debemos revisar la planificación urbanística desde la perspectiva del impacto de estos fenómenos en las ciudades y pueblos.

Pero no sólo es eso, es que si comenzamos a tener episodios recurrentes de fenómenos meteorológicos extremos hay que adaptar nuestras ciudades, pero también nuestra forma de vida.

Si nos centramos en las lluvias, que es de lo que nadie hoy tiene dudas, hay que situarnos en una opción muy realista de que cada vez sea más habitual la necesidad de suspensión de clases y movilidad y esa necesidad obliga a planificar políticas públicas para hacerse cargo de las consecuencias en cadena que esto genera.

Es importante poner el acento en ello, porque en la pandemia ya demostramos que no acostumbramos a pensar y planificar las consecuencias de decisiones que por fuerza han de ser extremas e inmediatas.

Si es recurrente la suspensión de actividad escolar y la limitación de la movilidad debemos dar respuesta a qué hacemos con los escolares que se han de quedar en sus casas. ¿Quién los cuida?, ¿Quién y cómo se garantiza que no tenga impacto en su formación académica y personal?

Y si las personas no pueden salir de casa, hemos de garantizar cómo pueden continuar con su actividad laboral, que además tendrán que desarrollarla mientras atienden a los escolares a los que hemos suspendido las clases. Esta nueva realidad tendrá impacto económico para las empresas, que han de adaptarse a formas de teletrabajo, y muy especialmente para aquellos sectores que no podrán continuar con su actividad en estas circunstancias.

Esto sólo en lo referente a las lluvias, pero tendremos más fenómenos extremos que requerirán de más adaptaciones. No hace tanto que el PP de Madrid se reía de Más Madrid cuando proponía articular refugios climáticos en las ciudades, o que sus consejeros mandaban hacer abanicos de papel a las familias de escolares que pedían soluciones ante la realidad de que las aulas madrileñas pueden alcanzar los 40º de temperatura ambiente en los meses previos al verano. Las olas de calor extremo, que vienen y vendrán, obliga a adaptar edificios públicos y privados para no poner en riesgo vidas, obligará actualizar protocolos de prevención de riesgos, horarios laborales, escolares y comerciales y, otra vez, hacerse cargo de las consecuencias en cadena que implica cualquier decisión puntual que cambia la forma de vida a la que venimos acostumbrados.

Por descontado que ante toda esta evidencia de los riesgos climáticos a los que nos enfrentamos hay que formar a la población para actuar de forma preventiva ante cualquier fenómeno que ponga en riesgo vidas humanas, pero también en cómo actuar cuando, habiendo estados todas las personas protegidas, no podamos evitar los impactos materiales que no podrán ser resueltos exclusivamente con la tan demandada actuación del ejército y los servicios públicos, se requerirá la implicación ciudadana, nos guste más o menos, y deberemos organizar y articularla para huir de los “salvapueblos” de intereses espurios.

Todo lo expuesto no es más que una recopilación rápida de lo que nos espera en un futuro inmediato, y sería de agradecer que a esta tarea de adaptación se pongan de forma urgente nuestras administraciones. No sólo el gobierno de España, también los gobiernos autonómicos y locales. Para esta labor si que merecería la pena un llamamiento de unidad, permitiría hacer una línea divisoria, muy clara, entre quienes confían en la ciencia y tienen vocación de servicio público, de quienes son más amigos de las conspiraciones y sólo hacen cálculos políticos. No perdamos mucho tiempo en discutir con negacionistas de una realidad que ya se cobra vidas, pongámonos a protegerlas.