Antonio Machado cruzó la frontera de Portbou en enero de 1939 convertido en la sombra del poeta que había retratado la esencia de España. Avanzaba despacio, rodeado de miles de refugiados, consciente de que ese camino hacia Francia no era solo una huida, sino el capítulo final de una vida marcada por la palabra y por un país en ruinas. A su lado caminaban su madre, anciana y frágil, y su hermano José. El frío, la fatiga y el estruendo de los bombardeos moldearon una de las imágenes más persistentes del exilio español: un intelectual respetado reducido a la vulnerabilidad común de quienes perdían su tierra en cuestión de días.

Para entender la potencia de esa escena conviene retroceder. Antonio Machado nació en Sevilla en 1875, creció en un ambiente cultural privilegiado y se formó en la Institución Libre de Enseñanza. Su obra, desde Soledades hasta Campos de Castilla, lo situó en el centro de la Generación del 98. Fue profesor en Soria, Baeza, Segovia y Madrid. En cada destino conjugó docencia y escritura, siempre con una mirada que oscilaba entre la introspección simbólica y la reflexión sobre el país real: desigualdad, atraso, tensiones territoriales. Su voz, sin estridencias, fue ganando un peso moral poco frecuente en la literatura española de su tiempo.

La Guerra Civil lo sorprendió en Madrid. Apoyó a la República desde el primer momento, no tanto por militancia como por convicción cívica. Escribió artículos, participó en actos y defendió la legalidad republicana con un tono sereno que contrastaba con la violencia reinante. Sin embargo, la guerra lo empujó a un desplazamiento continuo. Primero Valencia, luego Barcelona. Entre bombardeos, falta de recursos y enfermedad, su escritura se volvió intermitente. Era un hombre de más de sesenta años intentando sostener una vida cada vez más precaria.

Cuando las tropas franquistas cercaron Barcelona en enero de 1939, la retirada se volvió inevitable. Cientos de miles de civiles emprendieron el camino hacia los Pirineos. Machado fue uno más en esa riada humana. El trayecto hacia la frontera se convirtió en una marcha agotadora, marcada por el miedo y la incertidumbre. La imagen del poeta caminando entre refugiados no es una metáfora literaria sino un registro histórico: avanzaba lentamente, deteniéndose con frecuencia para atender a su madre. El paisaje de ruinas y frío parecía sellar el final de una época.

El 27 de enero cruzaron Portbou y entraron en Francia. El país vecino, desbordado por el volumen de refugiados españoles, improvisaba campos en playas como Argelès-sur-Mer. Muchos fueron internados en condiciones durísimas. Machado logró evitar ese destino gracias a la intervención de amigos y funcionarios que facilitaron su traslado a Collioure, un pequeño pueblo costero. Allí ocuparon dos habitaciones en la pensión Quintana, un alojamiento humilde donde el poeta pasó sus últimas semanas. Caminaba poco, hablaba menos y apenas escribía. La enfermedad y el cansancio eran ya irreversibles.

Murió el 22 de febrero de 1939. Su madre falleció tres días después. Fueron enterrados en el cementerio de Collioure. Con el tiempo, la tumba se convirtió en un lugar de memoria: flores, poemas manuscritos, banderas republicanas, cuadernos con mensajes de lectores de todos los países. Durante el franquismo, el cementerio funcionó como un punto de resistencia silenciosa. Después, ya en democracia, se consolidó como uno de los símbolos más reconocibles del exilio español.

La potencia de esa imagen final —el poeta lejos de su país, acompañado por miles de desplazados, enterrado en tierra extranjera— ha convertido a Machado en un emblema de una diáspora forzada que afectó a más de 450.000 personas. Su nombre sirve de puente entre el drama colectivo y la memoria pública. Permite conectar la Guerra Civil con discusiones contemporáneas sobre desplazamientos forzosos, refugio y fronteras. En escuelas y centros culturales, su biografía se utiliza para explicar que el exilio no es un concepto abstracto, sino la fractura íntima de quienes pierden su hogar.

También persiste el debate sobre si sus restos deberían volver a España. Algunos defienden que su regreso simbolizaría un cierre moral pendiente; otros prefieren que permanezca en Collioure, al considerar que ese lugar expresa mejor el sentido histórico de su muerte. El asunto, sin resolverse, refleja una tensión más amplia: cómo un país gestiona la memoria de quienes fueron empujados al destierro.

Hoy, Machado sigue habitando un territorio que mezcla literatura, historia y ética pública. Su obra continúa en los manuales, pero es su final en Collioure lo que conecta con las sensibilidades actuales. Ese exilio condensado en una figura concreta sirve para recordar que las guerras no se explican solo con fechas y batallas, sino también con los cuerpos agotados que atraviesan fronteras sin saber si algún día regresarán. Machado fue uno de ellos. Y su huida, lejos de diluirse con el tiempo, sigue siendo una clave para entender un pasado que aún mira al presente.

Españolito que vienes al mundo,
te guarde Dios.
Una de las dos Españas te ha de helar el corazón.
Otra te ha de llenar de esperanzas,
pero de las dos, siempre te llega el dolor.
Españolito, la tierra que pisas está marcada
por disputas, heridas y la sombra del exilio,
y aunque tu vida pueda florecer,
arrastras la memoria de quienes la perdieron antes que tú

Españolito que vienes al mundo (Proverbios y cantares)
 

Palabra oculta

¿Eres capaz de descubrir la palabra de la memoria escondida en el pasatiempo de hoy?