Durante la dictadura franquista (1939-1975), la Iglesia católica desempeñó un papel central en la configuración ideológica, social y moral del régimen. Lejos de ser un actor marginal o meramente espiritual, la jerarquía eclesiástica se convirtió en uno de los pilares fundamentales del nuevo Estado surgido tras la Guerra Civil, legitimando el poder de Francisco Franco y participando activamente en la construcción de un sistema autoritario, represivo y profundamente conservador. Analizar este papel resulta imprescindible para comprender tanto la naturaleza del franquismo como algunas inercias que han perdurado en la sociedad española contemporánea.

Tras el golpe de Estado de 1936 y la posterior victoria franquista, la Iglesia interpretó el conflicto como una “Cruzada” contra el ateísmo, el marxismo y la modernidad republicana. Esta lectura no fue únicamente retórica: sirvió para justificar moralmente una guerra que dejó cientos de miles de muertos y para absolver, en gran medida, la violencia ejercida por el bando sublevado. Obispos y cardenales bendijeron armas, celebraron misas por la victoria y presentaron a Franco como un instrumento de la voluntad divina. La famosa “Carta colectiva del episcopado español” de 1937, dirigida a los obispos del mundo, es un ejemplo paradigmático de esta alineación: en ella se legitimaba el alzamiento militar y se culpaba a la Segunda República del caos moral y social.

Consolidada la dictadura, el régimen y la Iglesia establecieron una relación simbiótica conocida como nacionalcatolicismo. El Estado garantizaba privilegios económicos, educativos y legales a la institución eclesiástica, mientras esta ofrecía respaldo ideológico y control social. La religión católica se convirtió en elemento vertebrador de la vida pública: era obligatoria en la educación, omnipresente en los rituales oficiales y determinante en la legislación civil. El Concordato de 1953 selló esta alianza, otorgando a la Iglesia exenciones fiscales, subvenciones, control sobre la enseñanza y capacidad de censura moral, a cambio de su fidelidad al régimen.

Uno de los ámbitos donde esta colaboración fue más visible y lesiva fue el educativo. La Iglesia controló escuelas, institutos y universidades, imponiendo una enseñanza dogmática, segregada por sexos y orientada a reproducir los valores del franquismo: obediencia, jerarquía, sacrificio y sumisión, especialmente en el caso de las mujeres. El ideal femenino promovido desde los púlpitos y las aulas era el de esposa y madre abnegada, relegada al ámbito doméstico y privada de autonomía personal. La moral católica sirvió así para justificar un sistema legal que negaba derechos básicos a las mujeres, como el acceso al trabajo, el divorcio o la libertad sexual.

La Iglesia también participó, de forma directa o indirecta, en los mecanismos represivos del Estado. Capellanes en cárceles y centros de detención legitimaban la represión como castigo necesario, ofreciendo consuelo espiritual a los verdugos y exigiendo arrepentimiento a las víctimas. El silencio institucional ante las torturas, las ejecuciones y la persecución de disidentes fue, salvo contadas excepciones, la norma. Este silencio no fue neutral: contribuyó a normalizar la violencia y a perpetuar el miedo como herramienta de control.

No obstante, sería intelectualmente deshonesto presentar a la Iglesia como un bloque monolítico. A partir de los años sesenta, especialmente tras el Concilio Vaticano II, comenzaron a surgir fisuras en esta alianza. Sectores del clero, movimientos de base y sacerdotes comprometidos con el mundo obrero empezaron a cuestionar el autoritarismo del régimen y a denunciar las injusticias sociales. Las llamadas “curas obreros”, las comunidades cristianas de base y algunos obispos más aperturistas jugaron un papel relevante en la articulación de una oposición moral al franquismo, aunque siempre desde una posición minoritaria y, en muchos casos, reprimida por la propia jerarquía.

Con la llegada de la Transición, la Iglesia trató de adaptar su discurso a los nuevos tiempos, presentándose como mediadora y defensora de la reconciliación. Sin embargo, esta reconversión no vino acompañada de una autocrítica profunda sobre su responsabilidad histórica. A diferencia de otras instituciones, la jerarquía eclesiástica no ha pedido perdón de forma clara y contundente por su apoyo a la dictadura ni por su papel en la represión. Esta falta de memoria crítica sigue siendo un obstáculo para una verdadera reparación simbólica.

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