Art. 28.2 de la Constitución Española: “Se reconoce el derecho a la huelga de los trabajadores para la defensa de sus intereses. La ley que regule el ejercicio de este derecho establecerá las garantías precisas para asegurar el mantenimiento de los servicios esenciales de la comunidad”.

La huelga nunca estuvo permitida durante el franquismo. Esta prohibición estaba reglada en el Fuero del Trabajo, una de las leyes esenciales del franquismo que nació con inspiración de la iglesia católica y del fascismo italiano. Con este decálogo de derechos y obligaciones, el régimen buscaba amansar las revueltas sociales bajo unas reglas decididamente falangistas en las que el sindicalismo se aplastaba bajo la figura del Sindicato Vertical, organización gubernamental en la que tanto trabajadores como empresarios estaban obligados a pertenecer.

Aquel monopolio, que no impidió que los sindicatos preexistentes a su creación infiltrasen a los suyos de forma valiente y jugándose la vida, la cárcel o el exilio, permitió al Gobierno de Franco controlar las revueltas o huelgas de trabajadores de forma bastante efectiva durante su primera etapa (1939-1959), caracterizada por la economía de autarquía. Más difícil le fue después, cuando, con la voluntad de aperturismo al resto del mundo, y con ojos como los de Estados Unidos -tan poderosos como permisivos- pendientes de lo que ocurría, la mano de hierro fue quebrada por el coraje de grupos de hombres que plantaron cara al régimen y encendieron la mecha para que otros, como ellos, se atreviesen a denunciar la explotación y reclamar sus derechos.

Una de las primeras huelgas importantes y duraderas que provocaron este efecto, consiguiendo que desde toda España los movimientos clandestinos hiciesen de esta lucha un espejo en el que mirarse, fue la de los mineros de Asturias en 1962. Esta huelga, conocida como huelgona o como huelga del silencio por su carácter pacífico-, arrancó un sábado 7 de abril, cuando siete hombres, cansados de la explotación y de sus bajas salarios, decidieron no entrar ese día en el pozo Nicolasa de Mieres. El resto de sus compañeros, y pese a la sanción recibida por ‘Los Siete de Nicolasa’, decidieron rápidamente sumarse, provocando que en apenas un par de semanas las reivindicaciones cruzasen el río Nalón, sumasen al sector siderúrgico y contasen con más de 70.000 voces al unísono. En mayo, y ante la fuerza del norte, buena parte de la industria pesada de España se había sumado a las reivindicaciones de ‘Los Siete’: desde los astilleros de Cádiz o Ferrol hasta los Altos Hornos de Sagunto. (Crónica del antifranquismo. Planeta, 2007).

Aquella beligerancia acabó con la paciencia del franquismo, incapaz de desincentivar las quejas pese a las amenazas, encarcelamientos o cargas. Tanto es así que a principios de junio, el régimen declaró el estado de excepción en toda España (ya en mayo lo había hecho en Asturias, Vizcaya y Guipúzcoa). La prensa internacional, además, incentivó el nerviosismo del dictador, que veía cómo desde La Pirenaica, Mundo Obrero o L’humanité burlaban su censura y hacían llegar las reivindicaciones de los trabajadores españoles al resto del mundo.

La represión al movimiento fue brutal: según las cifras del historiador y profesor Rubén Vega en su libro El movimiento obrero en Asturias durante el franquismo 1937-1977, cerca de 400 mineros -e incluso algunos de sus familiares- fueron detenidos y torturados. Las calles de las cuencas mineras se convirtieron en un auténtico desfiladero de policía. No obstante, no cedieron, consiguiendo que el Boletín Oficial del Estado se viese obligado a reconocer una subvención extra de pesetas por cada tonelada de carbón extraída. Fue entonces, y no con la intimidación, cuando volvieron a la mina.