Hubo décadas en las que abrir una despensa en España era enfrentarse a una verdad incómoda: la abundancia era un sueño, no una costumbre. No se hablaba del hambre como se habla de un problema; se la vivía como se vive un clima: inevitable, persistente, arraigado en cada rincón. En casas frías, en pueblos aislados, en barrios donde el pan se contaba por rebanadas mínimas, el hambre era más que carencia: era disciplina, miedo y prudencia forzada.
Tras la guerra civil, la escasez se convirtió en norma. La cartilla de racionamiento no solo organizaba lo que se podía comer, sino también lo que podía imaginarse. Las ollas tenían más agua que ingredientes, los cafés eran sucedáneos y el pan blanco sonaba a lujo reservado para quienes sabían moverse entre influencias. En aquel entorno, la cocina no era creatividad gourmet sino resistencia diaria. A veces, el verdadero acto de ternura consistía en hacer que un niño creyera que había comido suficiente.
Más que un documento administrativo, la cartilla fue un recordatorio cotidiano de los límites: papel timbrado para gestionar la necesidad, para decidir quién accedía y quién esperaba. Era símbolo y sentencia. La vida cotidiana se articulaba en torno a sellos y cupones, y cada familia aprendía a leer en la cartilla no solo su menú, sino su lugar en la escala incierta de aquel país que reconstruía muros antes que despensas.
El régimen hablaba de sacrificio y reconstrucción, pero el lenguaje oficial no alcanzaba a cubrir el frío que subía desde el estómago vacío. El hambre no tenía himnos; tenía colas, trueques y silencios. Se aprendía a ahorrar migas, a aprovechar huesos, a convertir sobras en sustento. Comer era objetivo y, a la vez, promesa de futuro. Cada plato digno se celebraba sin celebración, simplemente agradeciendo la tregua.
Aquel hambre no solo se sentía en el estómago: moldeaba comportamientos, aspiraciones, incluso vocabularios. En muchas casas, el tiempo se medía entre comidas frugales y colas largas. El trueque era estrategia cotidiana, y la dignidad, un esfuerzo añadido. Las madres estiraban caldos como quien estira oportunidades; los padres cruzaban pueblos en busca de harina o aceite, y los niños aprendían pronto que pedir era un lujo. Había una economía emocional sostenida en la austeridad y en la certeza de que cualquier mejora sería frágil si no se cuidaba.
Luego, muy poco a poco, llegó el cambio. Primero tímido, casi imperceptible: un mercado más abastecido, algún producto que dejaba de ser inalcanzable, la posibilidad de comprar sin mostrar una cartilla. El país empezaba a moverse, a abrir fábricas, a recibir turistas, y con ello surgía un oxígeno nuevo en las cocinas. La carne dejó de ser aparición ocasional, el aceite dejó de escasear, el pan se volvió cotidiano. No era abundancia plena, pero sí alivio. Comer pasó a ser hábito, no hazaña.
Más tarde, ya con la modernización y el acceso a bienes de consumo, el hambre empezó a retirarse del paisaje diario y se instaló en la memoria. Se transformó en cautela transmitida de generación en generación: “no tires el pan”, “guarda para mañana”, “llévate esto por si acaso”. En esa insistencia no había nostalgia, sino recuerdo vivo del miedo a no tener. Una cicatriz invisible que recordaba que la estabilidad nunca es automática.
Esa memoria sigue viva, aunque disfrazada. Se nota en los abuelos que guardan pan como si aún faltara, en los padres que enseñan a “no desperdiciar”, en las celebraciones en torno a la comida que, más que abundancia, celebran certeza. Porque superar el hambre no fue solo llenar los platos: fue recuperar la tranquilidad de saber que, al día siguiente, habría algo que llevarse a la boca. Y eso, para un país entero, fue una conquista íntima y profunda.