Luis García Berlanga solía apuntar, medio en broma y medio en diagnóstico sociológico, que el español era “experto en sobrevivir al caos”. Y quizá por eso él mismo aprendió a moverse con sorprendente soltura en el orden asfixiante del franquismo. Esa paradoja —el cineasta que navega la rigidez desde el desorden— define buena parte de su obra. En aquellos años, mientras los censores buscaban problemas hasta en un silencio, Berlanga optaba por llenar la pantalla de voces, ruido y enredos. No era un capricho estilístico: era una estrategia. El desbarajuste funcionaba como coartada perfecta para colar todas las verdades incómodas que, de otra forma, jamás habrían pasado por el filtro oficial.
Hablar de Berlanga es hablar de una España que vigilaba hasta el último gesto cultural. La censura franquista era un aparato minucioso, casi obsesivo, que analizaba guiones, diálogos, encuadres y finales con el objetivo de que nada desentonara en el discurso del régimen. En ese contexto, hacer cine se parecía más a esquivar trampas que a crear historias. Pero Berlanga, lejos de recular, convirtió esa presión en el combustible de su imaginación. Si el censor necesitaba claridad, él ofrecía confusión; si exigían un mensaje directo y moralizante, él contestaba con ironías soterradas; si buscaban disciplina, él proyectaba humanidad, contradicción y caos.
Su talento para disfrazar la crítica se aprecia ya en Bienvenido, Mister Marshall, esa sátira disfrazada de postal folclórica. A los ojos del régimen era una comedia amable; a los del público, un espejo punzante sobre la sumisión y la espera eterna de un salvador externo. Aun así, no se libró de retoques ni advertencias. Lo mismo ocurriría con Plácido, donde Berlanga diseccionó con precisión quirúrgica la caridad impostada de una sociedad que prefería aparentar antes que mirar de frente su propia miseria. Y, claro, llegó El verdugo, probablemente la obra donde más tensó la cuerda. La crítica velada a la pena de muerte, a la burocracia fría y a los mecanismos de violencia del Estado obligó a la censura a contener el aliento. Berlanga contaba después, con su ironía habitual, que él solo pretendía rodar “historias de gente corriente”. Pero esa “gente corriente” retratada por su cámara terminaba revelando, sin grandes discursos, las grietas del sistema.
La censura, a menudo, no terminaba de entender cómo funcionaba el engranaje berlanguiano. Sus escenas, repletas de conversaciones simultáneas, pasillos abarrotados y personajes que parecían vivir en perpetuo malentendido, generaban un ruido calculado que ofuscaba al ojo inquisidor. Así, mientras buscaban una frase peligrosa o un gesto subversivo, la crítica se deslizaba por debajo de la alfombra, camuflada entre carcajadas. El caos, en manos de Berlanga, se convirtió casi en una forma de ingeniería narrativa: una arquitectura precisa para confundir, proteger y, al mismo tiempo, denunciar.
Pero también es cierto que Berlanga sufrió la censura en carne propia. Le cortaron escenas, le tacharon diálogos, le exigieron cambiar finales y le bloquearon proyectos. Esa violencia silenciosa —la que no deja heridas visibles pero condiciona toda una carrera— definió la evolución del cine español durante décadas. Muchos directores optaron por la autocensura para evitar problemas; Berlanga, en cambio, decidió tensar el margen permitido hasta límites que pocos se atrevían a explorar. Su rebeldía no era de pancarta, sino de sutileza: una carcajada amarga aquí, un plano que decía más de lo que mostraba, un diálogo que parecía inocente y resultaba devastador.
Aun así, Berlanga nunca hizo de sí mismo un mártir. Prefería reconocer su torpeza, celebrar el absurdo de la vida y recordar que, al final, todo era una suma de pequeñas casualidades. Pero su obra demuestra que, incluso en los tiempos más secos para la cultura, el ingenio puede abrir grietas. En aquel país rígido, él encontró resquicios; en aquella vigilancia constante, descubrió cómo esconder la verdad a plena luz.
El cine como memoria
Quizá por eso sus películas siguen vivas hoy: porque narran, con la agudeza del humor y la resistencia del ingenio, cómo es posible mantener un espacio de libertad incluso cuando todo alrededor parece diseñado para sofocarlo. Berlanga no solo sobrevivió al caos; lo convirtió en una manera de pensar, de filmar y de entender España. Y, en ese gesto, dejó para siempre una obra que sigue desafiando al orden que quiso silenciarla.
En el fondo, esa capacidad de Berlanga para encontrar resquicios incluso en la vigilancia más férrea revela algo más profundo que su propio genio creativo. Habla de la potencia del cine como herramienta para descifrar un país, para contar aquello que no cabía en los discursos oficiales ni en las versiones edulcoradas de la época. Su legado recuerda, en última instancia, que el cine no es solo entretenimiento: es un archivo vivo de lo que fuimos, de lo que quisimos ser y de aquello que se nos prohibió nombrar. Por eso, estudiar su obra —y la de toda una generación que filmó a contracorriente— es también una forma de entender el país que somos. Porque la historia de España no solo se escribió en los despachos y los libros; también se proyectó, a veces clandestinamente, en la penumbra de una sala de cine.
Dirigir es contar, y si emociona, se ha logrado el arco perfecto
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