En cualquier casa donde cuelgue un cuadro heredado, en cualquier escuela donde un niño dibuje lo que imagina, en cualquier calle donde alguien se detenga a mirar una escultura, aparece una certeza: el arte sostiene una parte de la vida que no se deja reducir a consignas. Durante el franquismo, esa función, casi orgánica, cobró un valor particular. Aunque el régimen intentara marcar qué debía entenderse como “bello” o “correcto”, la necesidad de expresar, de mirar y de imaginar siguió latente en talleres, aulas y salones modestos.
Esa tensión entre lo impuesto y lo vivido atraviesa toda la historia cultural del periodo. El aparato oficial del régimen apostó por un canon estético claro: tradición, solemnidad, religiosidad y una idea de continuidad histórica que borrara cualquier atisbo de ruptura. Los manuales escolares mostraban un arte depurado de modernidades, y las instituciones públicas privilegiaban una visión monumentalista, heredera de un pasado idealizado. Resulta revelador revisar cómo los catálogos expositivos de la época evitaban términos como “experimentación” o “vanguardia”, sustituidos por palabras más seguras: “elevado”, “noble”, “clásico”.
En cualquier archivo de censura todavía hoy se pueden consultar aquellas fichas rígidas, frías, donde un funcionario anotaba a lápiz si un cuadro, un libro o una exposición “convenía” o “no convenía” al espíritu nacional. Una curiosidad: algunos censores no tenían formación artística alguna; eran militares retirados o funcionarios administrativos. Y sin embargo, sobre ellos recaía la responsabilidad de decidir qué era arte “verdadero” y qué no lo era. Es probable que muchos pintores de la época supieran más de Velázquez que quienes tenían la potestad de vetarlos.
La llama discreta que encendió un nuevo lenguaje
Pero más allá de ese marco rígido, donde el arte parecía quedar reducido a una vitrina cuidadosamente vigilada, emergía otra realidad cultural, menos visible pero incontestablemente viva. La curiosidad encuentra un camino incluso cuando las puertas permanecen cerradas. Muchos artistas desarrollaban entonces una vida intelectual intensa que discurría en lugares discretos: pisos donde se comentaban revistas extranjeras, cafeterías donde se pasaban reproducciones dobladas dentro de libros, talleres donde la falta de materiales agudizaba el ingenio. Había quien conseguía catálogos antiguos gracias a marineros que viajaban a Marsella o Génova; otros intercambiaban fotografías borrosas de obras míticas que nunca habían visto en persona. Cada imagen que circulaba era un pequeño descubrimiento, un fragmento de modernidad que se colaba por rendijas inesperadas.
En Barcelona, esa pulsión encontró forma propia en el grupo Dau al Set. Surgieron en un ambiente de posguerra marcado por la sensación de periferia cultural, pero transformaron esa distancia en una fuente de creatividad. Sus publicaciones artesanales mezclaban dibujos, poemas y collages que evocaban mundos inquietantes, a medio camino entre el sueño y la herida histórica. La revista Dau al Set, elaborada casi de manera artesanal, circulaba entre pocos, pero quienes la tenían entre las manos intuían que allí había algo que se escapaba del canon oficial: un modo distinto de mirar, de pensar y de romper con lo previsible.
¿Eres capaz de descubrir la palabra de la memoria escondida en el pasatiempo de hoy?
En Madrid, a finales de los cincuenta, otro foco artístico cobró fuerza: el grupo El Paso. Su pintura matérica, hecha de gestos contundentes y superficies ásperas, irrumpió como una respuesta directa al academicismo imperante. Utilizaban arenas, yesos o telas rugosas que parecían querer salir del lienzo, como si la obra no pudiera contener toda la energía que la impulsaba. Sus exposiciones, celebradas a menudo en salas pequeñas, reunían a públicos que no acudían por inercia, sino por intuición, por la necesidad de encontrar una estética que escapara del molde oficial.
La historiografía del arte español —como han estudiado autores como Valeriano Bozal— subraya que esta entrada de la modernidad no fue un choque frontal, sino una filtración progresiva. La modernidad avanzó despacio, casi en silencio, a través de grietas, tanteos y pequeñas audacias. Y lo hizo no solo desde los grupos más visibles, sino también desde academias locales, escuelas nocturnas o talleres improvisados donde jóvenes sin acceso a museos internacionales intentaban recrear la intensidad que descubrían en imágenes sueltas. La vanguardia no entró por la puerta grande: entró doblada dentro de un sobre, fotocopiada en baja calidad, comentada a media voz.
Incluso el patrimonio histórico fue escenario de tensiones. El régimen impulsó restauraciones que reforzaban una lectura homogénea del pasado, pero esos mismos procesos revelaban debates internos sobre qué debía conservarse y cómo. Investigadores como Carlos Sambricio han reconstruido cómo la arquitectura oficial buscó proyectar un relato ideológico mediante formas severas y una monumentalidad calculada. Con el tiempo, incluso esas obras han sido reinterpretadas con matices que van más allá de su función propagandística.
Con el paso del tiempo, esa suma de gestos mínimos fue ampliando la sensibilidad colectiva. Y ahí reside una de las claves para comprender la importancia del arte en esos años: no fue solo una disciplina vigilada o un campo de disputa política, sino también un hilo que conectó a las personas con algo más profundo que su presente inmediato. Hoy, al revisar aquellas décadas, sorprende cómo la creatividad sobrevivió en formas tan variadas y discretas, y cómo muchas de esas prácticas sembraron la apertura cultural posterior.
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