Durante la época de mayor esplendor del FC Barcelona, entre fichajes que cambiaron la historia y otros que se quedaron a medio camino, hubo incorporaciones que nunca terminaron de encajar. Nombres que llegaron con un buen cartel en Europa y se marcharon dejando más incógnitas que certezas. Entre ellos, uno de los que resuenan con más fuerza en el aficionado culé es Aleksandr Hleb. El centrocampista bielorruso que aterrizó en el Camp Nou en 2008 tras brillar en el Arsenal, hoy es recordado como uno de los grandes “y si…” de aquella era dorada.
Hleb llegó al Barça en el verano en el que Pep Guardiola asumió el mando del primer equipo. Arribaba en la entidad culé tras tres temporadas sobresalientes en Londres, donde jugó una final de Champions y era considerado uno de los centrocampistas más finos de la Premier. Todo apuntaba a que su fútbol técnico y asociativo encajaría en el ecosistema azulgrana, pero no fue así.
Una infancia marcada por Chernóbil
Para entender a Hleb, sin embargo, hay que retroceder mucho más atrás. Concretamente a 1986, cuando su familia vivió uno de los episodios más traumáticos de la historia reciente de Europa. Tenía cinco años cuando el accidente nuclear de Chernóbil sacudió la entonces Unión Soviética. El reactor 4 explotó y el viento llevó cerca del 70 % de la radiación a Bielorrusia, el país vecino.
Su padre, hasta entonces tripulante de un petrolero, fue movilizado por el régimen soviético y enviado a la zona cero para participar en las tareas de contención y reconstrucción. Se marchó dejando en Minsk a su mujer y a sus dos hijos. A su regreso, nada volvió a ser igual: problemas de visión, de garganta y una salud deteriorada por la radiación marcaron el resto de su vida. La madre de Hleb, albañil, sostuvo a la familia a base de jornadas interminables. En ese contexto creció Alexander, en una Bielorrusia gris, golpeada y aún bajo la inercia de un sistema que exigía sacrificios sin preguntas.
El deporte como vía de escape
Como muchos niños soviéticos, Hleb fue empujado desde pequeño hacia el deporte. Primero probó como nadador y gimnasta, pero no destacaba lo suficiente para una maquinaria que exigía excelencia inmediata. Fue ya en la adolescencia, con la URSS disuelta y Bielorrusia convertida en un país independiente, cuando encontró su camino en el fútbol.
Jugaba en la calle, sobre la nieve de Minsk, desarrollando una técnica fina que contrastaba con su físico frágil. Era delgado, débil, y eso le penalizaba en los entrenamientos del Dinamo Minsk, donde entró con 14 años. Sabía que era mejor técnicamente, pero necesitaba crecer. Y lo hizo. Un estirón tardío lo llevó hasta el 1,85 de altura y con 17 años el BATE Borisov lo incorporó a su primer equipo. En apenas un año ya era campeón de liga y una estrella nacional. Ojeadores alemanes tomaron nota. El hijo de una albañil y de un marinero marcado por Chernóbil estaba listo para dar el salto.
Stuttgart y la puerta a Europa
El VfB Stuttgart fue el primer gran escaparate. Entre 2000 y 2005, Hleb se consolidó como uno de los mediapuntas más interesantes de la Bundesliga, ganó la Intertoto de 2002 y, de paso, la fama de futbolista elegante, imprevisible y creativo. “Jugar en Alemania era mi sueño desde niño”, recordaría años después. Allí empezó a vivir lo que nunca había conocido: contratos publicitarios, salarios elevados, reconocimiento público. En Bielorrusia pasó de ser un chico flaco al que cuestionaban… a un icono nacional. Incluso su técnico, Félix Magath, siempre sostuvo que Hleb tenía talento de talla mundial, aunque no siempre fue fácil manejar su carácter.
Ese “algo grande” llegó en 2005, cuando Arsène Wenger llamó a su puerta. Pudo haber elegido otros destinos, su agente llegó a reconocer interés del Real Madrid, pero Londres se convirtió en su casa futbolística. “El Arsenal fue la etapa más feliz de mi vida. Éramos una familia”, confesó en The Telegraph.
Con los gunners alcanzó la final de la Champions de 2006 y se convirtió en una pieza clave del equipo post-Invencibles. Allí forjó amistades con Cesc Fàbregas, Rosicky y Flamini. “Trabajar con Wenger fue lo mejor que me pudo pasar. Sacaba lo mejor de cada jugador”, insistió siempre. Paradójicamente, no ganó títulos en Inglaterra, pero sí encontró algo más difícil incluso en el mundo del fútbol: continuidad, confianza y plenitud futbolística.
El fichaje por el Barça y el error que marcó su carrera
En 2008, el Barcelona llamó a su puerta. “Mis amigos me dijeron: ‘¿Estás loco? Es el mejor equipo del mundo. Tienes que ir allí’”, recordó. Hleb aceptó… y ahí cambió su carrera. “Visto ahora, fue un error fichar por el Barça. Perdí mis mejores años”, admitió sin rodeos. Nunca logró adaptarse del todo. Una lesión temprana, la competencia feroz y un equipo que empezó a ganar sin él lo dejaron en tierra de nadie. “Quería jugar y me enfadaba porque Guardiola no me ponía. Luego entendí que era culpa mía”, reconoció más tarde.
Hleb fue especialmente duro consigo mismo: “Yo mismo me comporté como un tonto. Lamento no haber aprendido a hablar español”. También explicó que problemas personales, como su divorcio, influyeron decisivamente en su bajo rendimiento. Pese a todo, nunca cargó la culpa sobre Guardiola. “Él hizo todo lo posible para que me adaptara”, dijo. El hecho de no ser convocado para la final de la Champions de 2009 fue el golpe definitivo. Ganó Liga, Copa y Champions… pero sin sentirse parte real de aquel Barça.
De su etapa en Barcelona, Hleb solo rescató un refugio emocional: Thierry Henry. “Me ofreció una habitación en su casa. Veíamos juntos los partidos del Arsenal”. Y la admiración intacta por sus compañeros: “Entrenar con Messi, Xavi o Iniesta era increíble. A veces me quedaba mirando a Xavi pensando: ¿cómo no falla nunca?”.
Una carrera errante y un regreso inevitable
Tras salir del Barça, su trayectoria entró en una fase nómada: Stuttgart, Wolfsburgo, Birmingham, Turquía, Rusia… Incluso rechazó una llamada de José Mourinho para fichar por el Inter, que acabaría ganando la Champions. “Desde entonces, mi carrera ya nunca fue la misma”, admitió. Terminó regresando a Bielorrusia, donde cerró su carrera en 2020. Se retiró cansado físicamente, pero no del fútbol. “En cuanto veo un partido por televisión, ya lo echo de menos”, confesó.
Hleb cree que su carrera fue “buena en un 65 %”. Jugó en grandes clubes, fue internacional durante casi dos décadas y es uno de los mejores futbolistas que ha dado Bielorrusia. Su mayor pesar es no haber disputado nunca una Eurocopa o un Mundial con su selección. Como el mismo reconoce, nunca se ha llegado a ver como entrenador, pero sí como alguien dispuesto a ayudar al crecimiento del fútbol bielorruso. Su historia, con talento desbordante y decisiones mal calculadas, sigue siendo una de las más honestas y humanas del fútbol europeo reciente. Un futbolista que lo tuvo casi todo… y que nunca ha tenido miedo de admitir lo que perdió por el camino.