La semana pasada entraba en vigor la tasa Google, o mejor dicho, el impuesto sobre determinados servicios digitales, uno de los proyectos fiscales que el Gobierno de España había ya incorporado en los malogrados presupuestos generales de 2019 y que ha recuperado para los de 2021. Las expectativas de recaudación planteadas para el año 2021 se sitúan alrededor de los 960 millones en euros, una cifra quizá demasiado optimista, a la luz de las estimaciones realizadas para ese mismo impuesto si se estableciera en el conjunto de la Unión Europea, que rondaban los 5000 millones de euros. La respuesta de las empresas afectadas, que son las grandes tecnológicas, no se ha hecho esperar: Amazon ha notificado a sus proveedores españoles -como ya hizo con los franceses- que les cargará un 3% adicional sobre sus tarifas habituales para compensar ese incremento de costes fiscales.

Apenas se supo la noticia, no han faltado defensores del estado mínimo que se situaran del lado de la multinacional para defender su posición y volver a señalar la mala decisión del gobierno, que hace que la carga fiscal recaiga sobre los productores españoles.

Quizá debiéramos pensar un poco sobre esta decisión y estas afirmaciones. En primer lugar, deberíamos preguntarnos por qué Amazon carga sobre los proveedores -alrededor de 9000 PYMEs- y no sobre sus compradores el coste del impuesto. Para ello debemos entender bien cuál es el modelo de negocio de Amazon.

La multinacional digital mantiene en España múltiples servicios abiertos: la tienda, que actúa como un minorista más -es decir, mantiene stocks de productos y los vende-, el Marketplace -que es donde las empresas españolas contactan con sus clientes- y otros servicios digitales, como Amazon Web Services -proveedor de computación en la nube-, o Amazon Mechanical Turk, como plataforma de microtrabajos. Amazon mantiene también los servicios de streaming, y servicios menores como la venta de sus servicios de domótica, como Alexa. En otras palabras, es un conglomerado de diferentes empresas y servicios. Por gran parte de ellos, Amazon pagará un impuesto del 3% sobre sus ingresos, pero, de momento, ha decidido cargar esa cantidad únicamente sobre los proveedores españoles en el Marketplace. En otras palabras, Amazon ha anunciado la decisión de trasladar el impuesto únicamente a una parte de uno de sus servicios, precisamente aquella donde más poder de mercado tiene. De haberlo hecho contra los consumidores, se habría encontrado con una reacción negativa por parte de estos.

La decisión de cargar contra las pymes es económicamente racional, aunque tenga una lectura política: cargar a aquellos sobre los que tiene una mayor fuerza, debido a su posición dominante en el mercado de ventas online. Pero pese a este movimiento, no podrá evitar asumir gran parte del nuevo impuesto mientras no se los transfiera a los consumidores, algo que, de momento, no ha anunciado en España y no ha hecho en Francia.

La Tasa digital española es, como las tasas digitales de las varias decenas de países que la han implementado, propuesto, o estudiado, un sustituto del proceso de negociación global desarrollado en la OCDE y el G20, conocido como BEPS (Base Erosion and Profit Shiftings), en el que se busca la manera de evitar que la naturaleza digital de las actividades económicas termine favoreciendo la planificación fiscal agresiva, la fuga de beneficios y la elusión fiscal. El proceso global, en el que participan hasta 135 países, ha estado parado por la posición de Estados Unidos -y que no parece que vaya a cambiar con Biden-, bloqueando de esta manera el establecimiento de un régimen más justo de imposición para estos gigantes digitales. Mientras este bloqueo siga, las tecnológicas tendrán incentivos para seguir moviéndose de un país a otro sin pagar apenas impuestos. Amazon declaró en 2019 un total de 839 millones de ingresos en España, con un crecimiento del 68% sobre 2018, y pagando impuestos por valor de 4,4 millones. Es difícil saber cuáles son sus ingresos y beneficios reales, porque gran parte de lo que factura en España lo hace desde otras filiales, incluyendo el pago de royalties y propiedad intelectual a su matriz en Estados Unidos. De esa manera, las ventas internacionales de Amazon -fuera de Estados Unidos- representaron alrededor del 25% de sus ventas totales, pero los beneficios declarados fuera de Estados Unidos fueron sólo el 5% del total de sus beneficios brutos, según su informe anual de 2020. El resultado global de este ejercicio es una transferencia fiscal desde España -y otras jurisdicciones- a Estados Unidos, que es donde más impuestos -en términos absolutos- pagan estas grandes compañías. Por eso, y por el importante valor que supone que los gigantes digitales sean todos norteamericanos, Estados Unidos seguirá siendo muy renuente a acordar un régimen global en el que la contribución fiscal de estas empresas de distribuya de manera más justa.

Por supuesto que el impuesto no es absolutamente perfecto: sólo lo será cuando la cooperación fiscal internacional embride a estas compañías evitando que desarrollen una planificación fiscal que les evita millones de impuestos cada año. Pero mientras eso ocurre, el Gobierno de España, como el gobierno de Francia, y otros muchos, ha tomado la decisión correcta, que no es otra que ponerse del lado de los países que consideran que estas grandes tecnológicas no pueden dejar de contribuir fiscalmente a en aquellas sociedades donde hacen sus negocios. Lo contrario sería establecer una bula fiscal que, entre otras cosas, distorsionaría la competencia a su favor, ya que los comercios y empresas tradicionales sí que pagan sus impuestos en nuestro país.

Para los defensores del estado mínimo, con este impuesto se está poniendo en riesgo la innovación y la digitalización de nuestro país. Pero se equivocan gravemente: evitar pagar impuestos no es ninguna innovación. Es sólo un truco contable y como tal debe ser perseguido y mitigado.