Hay momentos en los que una sociedad debe mirarse al espejo y admitir que aquello que consideraba un mercado —una máquina capaz de asignar recursos con eficacia— ha dejado de cumplir su función. El mercado de la vivienda en Cataluña y en muchas ciudades europeas es hoy uno de esos casos. Ha fallado en su misión más elemental: garantizar que un bien esencial —un techo— esté disponible a un precio razonable para la mayoría de la población. Cuando esto ocurre, no estamos ante una anomalía política, sino ante un fallo de mercado en toda regla. Y frente a un fallo de mercado, la intervención pública no es una intromisión, sino un ejercicio de economía aplicada.
La vivienda es un derecho, sí; pero es también una pieza estructural del sistema económico. Determina la movilidad laboral, la distribución de la renta, el consumo de los hogares y la productividad urbana. Cuando los precios de compra o alquiler crecen muy por encima de los salarios, se genera un círculo vicioso: cae la renta disponible, aumentan los costes empresariales, se tensiona la negociación salarial y, al final, se frena el crecimiento. El encarecimiento de la vivienda no es solo una injusticia; es una ineficiencia macroeconómica.
Por eso, cuando se acusa a la regulación del alquiler o a la Ley de Vivienda de “distorsionar” la libertad económica, conviene recordar que esa regulación es, precisamente, una corrección necesaria de una distorsión previa. Un mercado que expulsa a demandantes solventes —personas con ingresos, pero sin capacidad de acceder a una vivienda digna— ya no es un mercado eficiente. Si la teoría clásica de la economía de mercado se basa en la asignación óptima de recursos escasos, cabría preguntarse qué queda de óptimo cuando una parte creciente de la población queda excluida de ese acceso.
Las políticas de regulación de precios en zonas tensionadas no son ideología, sino una medida coyuntural de estabilización. Se activan cuando los precios suben por encima de la renta media y se desactivan cuando el mercado recupera el equilibrio. Esta lógica de “activación adaptativa” forma parte de las políticas económicas modernas, que no buscan sustituir al mercado, sino restaurar sus condiciones de funcionamiento justo. Igual que los bancos centrales intervienen sobre los tipos de interés para evitar inflaciones descontroladas, los gobiernos pueden intervenir sobre el precio del suelo o del alquiler cuando dejan de responder a la oferta y la demanda reales.
El debate suele polarizarse entre quienes reclaman “más oferta” y quienes defienden la “regulación”. Pero la realidad es menos dogmática: es necesario equilibrar oferta y demanda, y hacerlo con inteligencia económica. Esta es, de hecho, la lógica que inspira el Plan de las 50.000 viviendas asequibles impulsado por el Gobierno de la Generalitat: un programa que no solo incrementa la oferta de alquiler social y protegido, sino que lo hace movilizando suelo público, activos infrautilizados y colaboración con cooperativas y promotores privados bajo criterios de interés general.
Más suelo activado para uso residencial y menos distorsión financiera es la clave para restablecer el equilibrio
Aumentar la oferta —con más vivienda pública, cooperativa o asequible— es indispensable, pero insuficiente si no se actúa también sobre la demanda. Por eso es necesario reducir la demanda espuria, aquella que no responde a necesidades residenciales, sino a usos especulativos o de inversión, alimentada a menudo por un exceso global de liquidez y por la atractiva rentabilidad del mercado inmobiliario frente a sectores productivos de menor retorno inmediato. Una política de vivienda seria debe actuar en ambos polos: incrementar el número de viviendas disponibles y, al mismo tiempo, liberarlas de lógicas que las expulsan de su uso natural: vivir en ellas.
Esa combinación —más suelo activado para uso residencial y menos distorsión financiera— es la clave para restablecer el equilibrio de un mercado que, dejado a su inercia, ha demostrado que no se autorregula: se concentra.
La actual paradoja económica: más vivienda que nunca, pero menos vivienda disponible
Durante la última década, la vivienda se ha convertido en un activo financiero global. La enorme masa monetaria generada tras años de política monetaria expansiva, con tipos de interés bajos, ha buscado refugio en el ladrillo. Fondos de inversión internacionales, patrimonios privados y capitales institucionales han visto en la vivienda un activo seguro y rentable. Esta ola de dinero ha tensionado la demanda: ha comprado viviendas para destinarlas al alquiler turístico o para mantenerlas vacías esperando una revalorización futura. El resultado es una paradoja económica: hay más viviendas que nunca, pero menos vivienda disponible.
Regular este fenómeno no es una batalla moral contra el capital, sino una cuestión de eficiencia colectiva. Cuando el mercado de la vivienda ofrece rentabilidades muy superiores a las de otros sectores, los recursos se desvían masivamente, atraídos por la lógica más antigua del mercado: perseguir el beneficio inmediato. Pero si ese capital no se destina a construir vivienda nueva, sino a comprar y revender la misma vivienda una y otra vez, se produce un drenaje de recursos que perjudica al resto de la economía.
La metáfora es sencilla: podemos comprar y vender la misma manzana cada vez más cara, y observar cómo los balances empresariales se inflan con un valor ficticio. Pero al final seguimos teniendo una sola manzana y la misma hambre. Esa es la trampa de la especulación: crea una prosperidad aparente, pero no incrementa el bienestar real. En términos macroeconómicos, se traduce en menor inversión productiva, menos avances tecnológicos, menos renovación de activos y, con el tiempo, menor competitividad.
Ya lo vivimos antes de la crisis de 2008, cuando “quien no invertía en ladrillo era tonto”. Aquella euforia generó una expansión del crédito, una falsa sensación de riqueza y, finalmente, un choque que dejó miles de familias endeudadas y un país con déficit de inversión productiva. Si la economía vuelve a repetir ese patrón —con capital que circula sobre viviendas ya construidas en lugar de impulsar nuevas— estaremos sembrando una fragilidad similar, aunque los precios actuales no respondan a una burbuja clásica.
De ahí la importancia de una política integral de vivienda, que combine regulación temporal de precios en zonas tensionadas, incremento sostenido de la oferta pública y fiscalidad selectiva sobre usos no residenciales. No se trata de elegir entre mercado y regulación, sino de orquestar su convivencia. El mercado puede ser un instrumento valioso, pero solo si sirve a un objetivo de país: garantizar el derecho a la vivienda y sostener un modelo económico equilibrado.
No se trata de demonizar al mercado, sino de recordarle su función: servir a la sociedad, no sustituirla
Algunos economistas, de Smith a Keynes, coincidían en que la mano invisible solo funciona si el Estado establece las reglas que la hacen posible. La mano invisible sin contexto es como un timón sin barco: gira, pero no conduce. Y eso es exactamente lo que ha ocurrido con la vivienda. No se trata de demonizar al mercado, sino de recordarle su función: servir a la sociedad, no sustituirla.
El debate sobre la vivienda, por tanto, no es solo una cuestión de política social. Es una cuestión de salud económica. Un país donde los jóvenes destinan más del 40% de su salario a vivir, o donde las familias deben endeudarse treinta años para comprar un piso, es un país con menos consumo, menos emprendimiento y menos libertad económica real. Regular el mercado, impulsar vivienda asequible y limitar la especulación no es intervenir demasiado, sino intervenir a tiempo.
Al final, la economía —cuando es humana— no busca solo crecer, sino también asignar bien. Y asignar bien significa que nadie deba elegir entre pagar un alquiler o construir un proyecto de vida. Quizá este sea el criterio más simple y, a la vez, más exigente para medir el progreso de un país: si todos pueden tener un techo digno sin hipotecar su futuro, es que la economía funciona; si no, es que el mercado ha dejado de ser economía para convertirse en espejismo.