Web oficial de la Junta de Andalucía. 1 de diciembre de 2020. “Moreno llama a los andaluces a celebrar la Navidad, como sustento de muchas familias y pilar económico en estas fechas”.

El presidente hacía su llamamiento pronavideño con motivo de la instalación en el palacio de San Telmo de un belén cedido por la Asociación de Belenistas de Jerez. Tenía razón Moreno: las fiestas navideñas son el sostén de muchas familias y el pilar de muchos negocios, pero no solo en Andalucía, también en el resto de España y en gran parte de la cristiandad.

No es preciso acudir a la hemeroteca para documentar la convicción de que, básicamente, el precio de combatir eficazmente la pandemia era renunciar a la Navidad. Era un precio fastidioso para todos, frustrante para muchos, desolador para bastantes, pero no dejaba de ser un precio perfectamente asequible y perfectamente asumible.

Quedáis todos invitados

Sin embargo, ningún Gobierno, ni uno solo propuso pagarlo, y eso que todos alertaban de que si no éramos prudentes durante las fiestas tendríamos una tercera y muy peligrosa ola en enero. Clavaron lo de la ola, pero no hicieron lo suficiente para obligarnos a la prudencia que tanto pregonaban.

Los políticos se han comportado como el cura que, tras glosar en su homilía de maitines las virtudes del ayuno poniendo los ojos en blanco para hacer más creíble su exhortación, al terminar la misa invitara a los fieles a acompañarlo a la cafetería del barrio a empujarse unos churros bien remojados en chocolate.

Todo fueron advertencias de la amenaza inminente y devastadora de la tercera ola, pero presidentes, ministros y consejeros no acompañaron sus admoniciones con decretos lo bastante severos para frenarla.

Predicaron bien, pero flaquearon a la hora de dar trigo. Predicar la frugalidad o exhortar a la prudencia es gratis, pero renunciar a las porras humeantes y esponjosas, demorar las decisiones embarazosas o soslayar las prohibiciones impopulares no lo es.

Pecados propios y ajenos

Con la irresponsabilidad ante la pandemia pasa como con tantos otros pecados colectivos: que al tener la culpa todo el mundo, al final no la tiene nadie. Ahí los políticos nos vienen bien, porque podemos echarles la culpa de sus pecados y, de paso, también de los nuestros; nos vienen bien porque podemos simular que nuestros pecados son en realidad suyos y no nuestros.

Para acabar de arreglarlo, criticamos con fruición a los políticos pero apenas mencionamos a los expertos que los asesoran, sean estos funcionarios del Grupo A cuya identidad desconocemos, como en el caso de España, o sean mayoritariamente altos cargos políticos y sanitarios, como en el caso de Andalucía.

Cuesta creer que un experto lo bastante experto pueda avalar un llamamiento explícito a celebrar la Navidad o aconsejar que en una ciudad turística y universitaria se cierre la universidad pero no lo bares.

El pensamiento mágico

Las CCAA han reaccionado tarde. Algunas, como Andalucía, solo han planteado medidas realmente drásticas cuando la tasa de contagios se había vuelto explosiva. Estaba en su mano decretar restricciones más severas antes, durante y después de Navidad, pero no lo hicieron. Y también el Gobierno de España ha consentido, cuando no propiciado, que las CCAA reaccionaran tarde.

No hay por qué atribuirles a las unas o al otro interés electoral o mala fe, pero sí falta de coraje, de franqueza, de determinación. Es como si se hubieran dejado arrastrar por una suerte de pensamiento mágico, basado en la pueril convicción de que lo irreparable no sucederá mientras nos concentremos muy intensamente en el pensamiento de que no sucederá.

Periodismo ladrador

Mas, como diría el evangelista Juan, quien esté libre de pecado que tire la primera piedra. Desde el periodismo, ciertamente, se fue algo más contundente que desde la política en la exigencia de medidas drásticas, pero tampoco demasiado… sobre todo si quienes tenían que tomarlas eran de los nuestros.

El periodismo ha ladrado más que ha mordido. Blindado en su atalaya inexpugnable, ha actuado un poco como esos caniches que, desde su balcón del primero, ladran rabiosamente a los grandes perros que pasan por la acera, quienes a su vez echan una mirada de reojo al chucho y siguen desdeñosamente su camino.

Por lo demás, el problema de artículos como éste que culpan a todo el mundo es que en cierta medida se neutralizan a sí mismos: como si el propio texto desactivara su carga crítica al preocuparse demasiado por repartir equitativamente las culpas, al proponer, en fin, un diagnóstico demasiado ecuménico, tanto que el lector no acaba de saber si está leyendo un artículo o escuchando la homilía aquella tan bonita que pronunció el cura de su barrio cierto día en que, después de misa, invitó a los fieles a churros con chocolate.