En estos tiempos la política es un oficio de perros. No de perros ladradores y poco mordedores sino de perros siempre ladradores y siempre mordedores. Para los políticos sin ese instinto homicida hay poco futuro: si ladras pero no muerdes, tus adversarios no te toman en serio; si muerdes pero no ladras, tus seguidores se desconciertan y a poco que te descuides dejan de seguirte; y si ni muerdes ni ladras, dedícate a otra cosa.

La singularidad política de Ángel Gabilondo es que no siente inclinación por los ladridos ni afición a la sangre ajena. Si fuera perro, sería un san bernardo. Como político es mucho fácil imaginarlo como el apacible titular de la Secretaría de Estado de la Santa Sede que como competidor a la Presidencia de la Comunidad de Madrid. Gabilondo recuerda más a un cardenal que un candidato. Cuando da un mitin mueve las manos de una forma que recuerda más una bendición papal que una arenga electoral.

Como acaba de empezar la campaña, los especialistas en dentelladas –también llamados directores de campaña o jefes de comunicación– le habrán recomendado más tensión, más arrojo, más agresividad.

–Ángel, ¡procura morder un poco, hombre de Dios!

–Es que no me sale.

Catedrático de Metafísica y autor de un buen puñado de ensayos y tratados de ontología, hermenéutica y otras materias de las que Isabel Díaz Ayuso es poco probable que haya oído hablar, su fama durante estos años como líder de la oposición no ha sido precisamente la de un estajanovista obsesionado con la productividad en el seno del Grupo Socialista. Se entiende su pereza: Gabilondo no es hombre dotado para hacer oposición. Estas palabras de Leibniz parecen escritas para él: “No es que no haya frecuentemente motivos para censurar las opiniones de los demás, pero hay que hacerlo con espíritu de equidad, y compadecerse de la debilidad humana”.

El candidato socialista tiene un sentido de la equidad tan acentuado que le cuesta Dios y ayuda no mostrarse compasivo con las flaquezas de sus adversarios. Haber estado en 2015 a un puñado de votos de conseguir la Presidencia no le ha agriado el talante (el ser, que diría un metafísico); haber fracasado en 2019, tampoco. Vuelve a ser candidato porque, con el adelanto electoral, a Pedro Sánchez no le ha dado tiempo a improvisar otro, pero desde el principio se notó que Gabilondo hubiera preferido no serlo: mala carta de presentación para movilizar a tus fieles.

Aun así, la política española necesita con urgencia más gente como él. En realidad, muchos más. Si exploramos nuestra memoria en busca de otros políticos que se le parezcan, resulta difícil encontrarlos. No es que Gabilondo pertenezca a una especie en extinción, es que su especie es él mismo, es que pertenece una especie de político cuyo único espécimen es él y solo él.

Si los escaños de la izquierda dieran para ello, que no parece probable pero quién sabe, Ángel Gabilondo sería el mejor presidente que podría tener Madrid, algo así como una reedición del alcalde Tierno Galván, el político al que más han amado los madrileños. También Tierno tenía algo de cardenal por lo civil y mucho del espíritu de equidad que practicaba Leibniz. Por desgracia, estos tiempos de ruido y furia son poco propicios para que puedan triunfar tipos como ellos.