La industria agroalimentaria se viene esforzando desde hace unos años en mejorar la trazabilidad de sus productos y en aumentar la transparencia de sus procesos productivos. Cada vez hay más empresas que invitan a la visita de sus instalaciones y engrosan la oferta del llamado turismo industrial, que crece a un ritmo mayor que el de otros segmentos turísticos más tradicionales, como el cultural o el histórico.

Hay un interés creciente por conocer cómo se elaboran los quesos, los vinos o los aceites que consumimos a diario. La desconfianza frente a los alimentos procesados estimula este interés ciudadano, pero a consumidoras y consumidores les preocupa también si los productos que compran, sean del tipo que sean, están fabricados en condiciones saludables para los trabajadores, con respeto a los derechos humanos y sindicales y sin perjudicar al medio ambiente.

A estas exigencias de trazabilidad y transparencia, las empresas están respondiendo con más información sobre su funcionamiento y con certificaciones de calidad y de bienestar animal, origen de sus materias primas y un etiquetado con más datos de interés. En esta pugna la opacidad ampara la impunidad y la transparencia garantiza la confianza de compradores y usuarios.

Pero una sociedad cada día más informada y concienciada multiplica las demandas ciudadanas frente a las empresas y abre nuevos frentes de lucha y reivindicación. Para blindarse ante posibles denuncias y minimizar los riesgos de seguridad y salud laboral, cada vez más empresas graban sus cadenas de fabricación y sus instalaciones las 24 horas del día. Al mismo tiempo, crece la desconfianza colectiva y ya no basta con leer que los huevos que compramos han sido puestos por gallinas en libertad o que un código QR enlace a una web con fotos de la granja con las ponedoras correteando a sus anchas. Ahora se plantea una vuelta de tuerca más: acceder en directo a ver cómo se trabaja en cada momento en la fábrica de la que somos clientes o podemos serlo si cambiamos de proveedor.

Como se ha visto en el caso de las vacunas para la covid-19, hasta la poderosa Unión Europea se ha visto burlada por grandes multinacionales farmacéuticas, que se han parapetado tras la opacidad de sus contratos y han hecho de su capa un sayo. Hasta el punto de obligar a Bruselas a enviar inspectores a las fábricas para controlar la fiabilidad de los datos aportados.

La ciudadanía debe poder vigilar a los que pagamos al consumir sus productos o utilizar sus servicios y no solo dejarnos geolocalizar o que nos roben el tiempo con la distracción continua de las pantallas. Sí, por muy disruptivo que parezca, hay que empezar a pedir la apertura de las cámaras de granjas, mataderos, talleres y factorías de todo tipo para que podamos saber en vivo y en directo, en streaming en terminología de teletrabajo, quienes cumplen con las normas y, por ende, quienes no y van a ocultarse con la excusa del secreto industrial o comercial.