Ana Rivero (Sevilla) es doctora en Ciencias Políticas y Marketing por la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla, donde en 2018 obtuvo el Premio Extraordinario por una tesis pionera sobre internet y partidos políticos. Ahora publica su primer ensayo, 'Carne de Algoritmo. Ser Sometido' un libro que cuenta con un prólogo de El Gran Wyoming. En él, Rivero analiza los efectos perversos que las redes sociales están provocando en nuestros comportamientos, modificando nuestros modos de vida y sociabilización y, además, funcionando como altavoz de ideologías de derecha y ultraderecha que campan a sus anchas en especios 'libres' para esparcir sus determinaciones autoritarias. En un mundo cambiante y predominantemente dominado por estas dinámicas, Rivero reflexiona y nos ofrece un somero análisis sobre cómo finalmente hemos perdido parte de nosotros a nivel humano, social y político para entregárselo a una 'mano invisible' autoritaria que decide en nuestro lugar.
PREGUNTA (P): Empiezas el libro afirmando en el índice: ‘Fui influencer’, y me ha llamado mucho la atención. Porque parece que es como una especie de capítulo que da a pie a una confesión un poco liberadora. Y quería preguntarte y empezar justamente por ese capítulo y por qué lo introduces así.
RESPUESTA (R): El ensayo está organizado en cuatro bloques que abarcan las grandes áreas de las ciencias sociales: primero la psicología, después la sociología, la ciencia política y, por último, el Estado, en lo que sería la parte jurídica. Entonces, ¿qué ocurre? He sido tanto sujeto como objeto de investigación. Igual que sucede en las redes sociales, somos al mismo tiempo objetos y sujetos de consumo: emitimos y recibimos constantemente. Por eso este libro recoge mi propio recorrido en redes y cómo, con el tiempo, me fui desvinculando de ese papel a medida que iba tomando conciencia de lo que realmente eran las redes sociales y de todo lo que había detrás. Ese es el inicio del ensayo. Parto de cómo lo he vivido en mis propias carnes. Todos somos o nos creemos, en mayor o menor medida, influencers. Todos producimos y consumimos en redes sociales, y ese proceso —incluida la evolución y la derechización de ciertos discursos— forma parte del hilo del libro. Por eso comienzo desde ahí, desde mi experiencia que después se va desplegando de forma académica a lo largo de todo el ensayo.
(P): ¿Cómo definirías el libro?
(R): El libro es un análisis que busca convertirse en diagnóstico, y un diagnóstico que aspira a ser resistivo. Analiza el funcionamiento de las redes sociales, diagnostica sus efectos sobre nuestras vidas y propone, al menos, una pausa crítica frente a esa mano invisible algoritmica que nos guía nuestro día a día, en nuestro ser, en nuestras relaciones, en nuestras políticas. Entonces, claro, es muy complicado. Para mí, lo difícil fue organizarlo. Ahora parece muy fácil decir esos cuatro grandes bloques, pero es algo casi inabarcable, tanto como Internet.
Y otras cuestiones que, cuando terminé el libro, estaban ya despuntando como el tema de la inteligencia artificial, que todavía no sabemos exactamente. Es como el siguiente paso, el siguiente escalón. Pero ya hay estudios que confirman que la inteligencia artificial, chatgpt, tiene ideología e incluso conservadora.
(P): ¿En qué momento definirías tú que ha surgido este libro respecto a la situación en la que se encuentran las redes sociales?
(R): Cuando comenzaron las redes sociales, desde la ciencia política imaginábamos una democratización 2.0. Parecía que por fin se rompía la lógica unidireccional de los medios tradicionales y que las redes nos permitirían organizarnos colectivamente, interpelar a la clase política y mantener conversaciones que reforzarían la democracia. Durante esos primeros años lo vimos en fenómenos como el 15M o la Primavera Árabe.
Pero diez años después el panorama es muy distinto. Hoy vemos cómo esas mismas plataformas sirven para convocar manifestaciones donde se canta el Cara al Sol. Aquello que parecía la panacea democrática nos ha llevado, paradójicamente, de la democracia 2.0 a estar peligrosamente anhelando una dictadura 1.0.
Esto ocurre cuando las élites económicas entran en juego y descubren que no solo pueden colocar anuncios, sino que pueden influir directamente en la fragmentación del sujeto. Las redes exigen determinados tipos de contenido y moldean comportamientos. Antes la televisión se consumía unas pocas horas al día; ahora el móvil se consulta constantemente. Han penetrado en nuestra esfera más íntima, y eso está teniendo efectos profundos en la sociedad, la política y el conjunto de nuestras vidas.
(P): Abordas también las redes desde un punto de vista político en el libro y, en parte, me da la sensación que educativo, porque ya entran en nuestro día a día y, al final, tanto consumir cierto contenido, que está predeterminado de antemano, o al menos guiado, ya también nos marca la forma de ser, de alguna manera. ¿Tú cómo estudias, describes esto que está ocurriendo?
(R): Aquí hay dos cuestiones fundamentales. La primera es que hemos perdido algo básico: el lazo social y humano. Hemos pasado del amigo al seguidor, de compartir fotos naturales a mostrar imágenes editadas, buscando la validación de un “yo digital” irreal. Existe incluso una pestaña llamada “para ti” que refuerza la idea de que somos únicos, cuando en realidad lo que hace el algoritmo, la nueva mano invisible del capitalismo, es individualizarnos y, al mismo tiempo, aislarnos emocionalmente.
La segunda cuestión es la dopamina y la lógica de la instantaneidad: qué es lo siguiente que va a aparecer, qué va a estar de moda hoy. Esto afecta especialmente a las noticias y a la sobreinformación. Uno de los grandes problemas no es solo la desinformación, sino la falta de tiempo y de atención: apenas dedicamos medio segundo a pararnos a comprobar si algo es verdadero o falso.
En el libro planteo que, hace cincuenta años, una situación así se habría interpretado como una crisis disociativa. Vivimos entre identidades y sociedades virtuales que no son reales, con usuarios que ya no actúan como ciudadanos —ni siquiera como sujetos plenamente humanos—, mientras la vida cotidiana se llena de frustración, soledad, vacío emocional, miedo e incertidumbre. Ese contexto es el caldo de cultivo perfecto para la ultraderecha, que hoy no llega al poder democrático mediante golpes de Estado, sino a través de los teléfonos móviles.
Lo que parecía la panacea democrática nos ha llevado, paradójicamente, de la democracia 2.0 a estar peligrosamente anhelando una dictadura 1.0
(P): Cuando surgen las redes lo hacen con la idea de encontrarnos virtualmente, y te pregunto, ¿crees que sea pervertido este objetivo de las redes de simplemente encontrarnos virtualmente?
(R): Hay una frase que me gusta mucho y que creo que resume bien la situación: las redes sociales nos acercan a quienes tenemos lejos, pero nos alejan de quienes tenemos cerca. Y eso es muy peligroso, porque el ser humano es, ante todo, un ser social. Nos estamos socializando en un entorno que va en contra de nuestra propia biología.
Por eso todo esto es tan complejo de abordar. La gran pregunta es qué pueden hacer las democracias y cómo pueden regularlo los Estados: cómo se legisla algo virtual, cómo se establecen unos mínimos de derechos, cómo se garantiza que los contenidos que circulan en redes sean reales y cumplan ciertos criterios básicos. Tal y como está el escenario ahora mismo, está claro quién gana: las élites económicas y la ultraderecha. No gana la ciudadanía.
El diagnóstico lo tenemos claro. La cuestión, ahora, es cómo intervenir sobre ese problema y qué soluciones podemos empezar a construir a partir de aquí.
(P): Y también parece que es un poco paradigmático que una herramienta que favorece el principio de democracia 2.0, donde se presuponía una amplia libertad, y cómo, precisamente ese exceso de libertad, nos está llevando al auge de nuevas ideologías que buscan todo lo contrario, que es coartar libertades.
(R): Claro, porque hemos pasado de entender Internet como un simple medio de comunicación a utilizarlo, en la práctica, como un medio de socialización. Y esa diferencia es clave. Si es el lugar donde nos relacionamos, donde nos configuramos como personas, entonces hay que tratarlo como tal: no puede funcionar como una selva sin normas.
Regular no significa recortar libertades, sino garantizar unas condiciones mínimas de protección. Igual que no dejaríamos a un niño de cinco años solo en la selva, tampoco podemos asumir que las personas se socialicen sin amparo en un entorno que no es el suyo y que, además, está diseñado con otras lógicas. Esa desprotección nos está llevando a la descolectivización de los problemas, a la pérdida del vínculo social, a una creciente individualización, al miedo y a la incertidumbre.
Una persona sola en la selva puede llegar a sobrevivir biológicamente, pero no humanamente. Y eso es exactamente lo que nos está ocurriendo. Nos estamos asalvajando y deshumanizando, porque el algoritmo nos empuja hacia donde quiere, hacia lo que resulta rentable para las élites económicas, no hacia lo que es social ni humanamente sostenible.
Hemos pasado del amigo al seguidor, de compartir fotos naturales a mostrar imágenes editadas, buscando la validación de un “yo digital” irreal
(P): ¿Y aquí cómo entra en juego la política?
(R): La política tiene la responsabilidad de proteger los derechos de la ciudadanía también en el entorno digital. Esto implica asumir que Internet debe contar con reglas claras, mecanismos de control y contrapoderes democráticos. Esa regulación no puede ser únicamente local: hace falta un marco común que funcione a escala global. Solo así la red puede convertirse en un espacio más sano, democrático y humano. En el fondo, lo que está en juego es repensar el contrato social en la era digital. Y ese proceso solo puede hacerse desde la ciudadanía, recuperando lo colectivo frente a un modelo digital que tiende a fragmentarnos y aislarnos.
(P): También en términos políticos, las redes sociales en un momento fueron utilizadas por la ciencia política en ciertos términos para investigar y difundir lo que consideraban oportuno los distintos partidos políticos y ejemplos, como Podemos, donde fueron fundamental para su crecimiento. Sin embargo, ahora no sabría cómo describir el trato que los partidos políticos o los líderes políticos están haciendo de las redes sociales. ¿Existe un exceso de preocupación por la política en redes? ¿Se hace demasiado contenido pensando en ellas y se pierde la autenticidad real?
(R): El problema es que en las redes sociales no están solo los partidos políticos democráticos. Hay cuentas financiadas por todo tipo de intereses, campañas de desinformación, noticias falsas sobre la clase política y vídeos completamente manipulados. En ese contexto, los partidos democráticos lo tienen especialmente difícil, porque el algoritmo tiende a favorecer y amplificar precisamente los contenidos antidemocráticos: el odio, la polarización, el insulto.
Pero esta desventaja no afecta solo a los partidos, sino también a la ciudadanía. ¿Y por qué ocurre esto? Porque, como en otros ámbitos, quienes están en desventaja son los de abajo, mientras que quienes concentran el poder económico y tecnológico juegan con ventaja. Eso también se reproduce en Internet.
Por eso es imprescindible estar presentes y, sobre todo, legislar. Regular, una y otra vez, es la única forma de disputar el poder al algoritmo y de introducir mínimos democráticos en un espacio que, hoy por hoy, no lo es.
(P): ¿Y no crees que, por ejemplo, el hecho de que se haga política únicamente para redes, no hace más que alimentar el monstruo? ¿O simplemente es una estrategia de marketing?
(R): Los políticos tienen que estar en redes sociales y adaptarse a sus formatos, siempre que no crucen los límites que está cruzando la ultraderecha. A día de hoy, el político que no está en redes es como si no existiera. La cuestión es cómo estar sin fomentar la polarización ni reproducir esas dinámicas tóxicas.Y aquí aparece uno de los grandes retos, especialmente para la izquierda. No es solo cómo frenar al monstruo del algoritmo, sino qué está haciendo el algoritmo con las personas. Ese debería ser el primer paso. ¿Cómo se puede articular un discurso racional en un entorno que funciona a base de impulsos, emociones y dopamina constante?. Porque hemos llegado a un punto de deshumanización tal que casi hay que recordarlo explícitamente. Oigan somos seres racionales. Pero entonces, ¿cómo paras con un discurso racional algo tan instintivo como el odio, la ira o la recompensa inmediata de pasar de una historia a otra?
El algoritmo y la ultraderecha juegan en el terreno de las emociones más primarias. Y ahí la izquierda tiene que ser capaz de interrumpir ese flujo y decir: Párate un momento, la realidad no es esta que te están contando; la inmigración no funciona así; esta noticia que te golpea directamente en el estómago es falsa. La pregunta final es: ¿cómo se hace eso? Y la respuesta si sabemos al menos es dónde, hay que hacerlo desde el propio espacio donde hoy se produce esta la socialización que lleva a la deshumanización. Internet.
(P): ¿Cuál es el rol que juega la derecha y la extrema derecha en todo esto que estamos viviendo actualmente?
(R): Han conseguido darle la vuelta a la tortilla. Lo que nació como una herramienta para profundizar la democracia y el diálogo persona y social se ha transformado en un relato que afirma que la democracia es una dictadura y que la libertad está coartada. Incluso se blanquea el pasado, llegando a presentar a Franco casi como un buen presidente del Gobierno. Fíjate cómo el miedo, nacido de la incertidumbre el futuro, ha acabado borrándonos incluso la memoria. En este escenario, la derecha y la ultraderecha juegan en casa. Las redes sociales son su terreno natural. Mensajes simples, emocionales y polarizadores, respaldados por las élites económicas que controlan estas plataformas. Y todo esto ha ocurrido en apenas diez años.
(P): ¿Algún mensaje de optimismo respecto al futuro que nos puede deparar las redes, el algoritmo o el uso que le podemos dar?
(R): Quiero ser optimista en ese sentido. Creo que estamos aprendiendo. Cada vez hay más conciencia de que no todo lo que ocurre en redes es neutro ni inocente, y de que el tiempo, la atención y las emociones tienen un coste. Poco a poco vamos tomando distancia, cuestionando hábitos que dábamos por normales y reorganizándonos mentalmente, porque este modelo no es sostenible ni a nivel individual ni colectivo.
Si seguimos así, el horizonte es bastante desgarrador. Personas cada vez más aisladas, encerradas frente a una pantalla, reaccionando más que pensando, consumiendo y produciendo lo que el algoritmo, la mano invisible, decide que debemos ver, sentir o desear. Un escenario muy desolador. Precisamente por eso creo que el aprendizaje pasa por recuperar el control democrático del algoritmo, por introducir pausas, pensamiento crítico y vínculos reales que nos permitan usar la tecnología sin quedar completamente subordinados a ella y por tanto a las élites.