Creo que no yerro si digo que unos cuantos espectadores de mi generación quedamos cautivados por los diálogos (y la película, claro) de Arma letal (1987), escrita por Shane Black y dirigida por Richard Donner. Aquellas conversaciones tensas, sobre todo las que mantenían Riggs (Mel Gibson) y Murtaugh (Danny Glover), nos devolvían a la etapa dorada del cine policiaco de los 70 y también a las novelas de género negro que algunos críticos habían denostado por considerarlas de menor calidad. El propio Shane Black ha escrito (y dirigido, en algunas ocasiones) historias parecidas, donde el rifirrafe entre los protagonistas es continuo, como un partido de tenis de oradores: véanse El último gran héroe, Kiss Kiss, Bang Bang o Dos buenos tipos). No sería arriesgado decir que Black ha tomado el testigo de varios de los grandes, caso de Elmore Leonard o James Ellroy, por citar dos maestros del diálogo rápido. No he logrado averiguar si, entre sus influencias, se encuentra esta novela de Clarence Cooper Jr., La Escena, que Sajalín Editores publicó hace unas semanas con traducción de Guido Sender. Pero no me sorprendería. Es como si primero estuviera La Escena, y de ahí (en parte) surgiera Arma letal, y de rebote avanzáramos hasta The Wire.

Como en la citada serie de David Simon, esta novela de Cooper refleja tanto las situaciones en las que se ven envueltos los camellos de baja estofa y los traficantes de mayor nivel como las rutinas y los peligros que atañen a los detectives que se encargan de patear las calles, husmear en tugurios e interrogar a los sospechosos. Pero son los diálogos entre Mance Davis y Virgil Patterson, dos policías afros, uno veterano y el otro recién llegado, los que nos remiten a las broncas que Gibson y Glover sostenían en aquella joya del cine de acción de los 80, o a los momentos en que Ethan Hawke y Denzel Washington se enfrentaban dialécticamente en Día de entrenamiento. Las charlas que el veterano Patterson le suelta al joven Davis nos traen a la memoria esas y otras películas. Veamos un ejemplo de lo que dice Patterson: Si no creyera que tienes madera para ser un buen policía de estupefacientes, hace tiempo que te habría destruido. Me alegro de haber esperado. Me alegro de haber descubierto de qué pasta estás hecho. Eres un cabrón y un listillo, y nada de lo que veo en ti me gusta, ni tus trajes elegantes de profesional acreditado ni tu pelo al rape de negro. Eres demasiado correcto. Así que, hermano, toma tu condenado traslado y métetelo por donde te quepa mejor, ¡pero mientras estés conmigo te voy a hacer sudar la gota gorda!

La Escena fue publicada en 1960, pero es como si la hubieran escrito hoy mismo. Insisto en que no sé si aquellos guionistas y cineastas leyeron a Clarence Cooper, pero no me sorprendería (igual que, por ejemplo, Quentin Tarantino se había inspirado en Edward Bunker para algunas de sus películas). Cooper sabía de lo que hablaba porque él mismo se inyectaba heroína, es decir que estaba metido en la mierda hasta el cuello. También estuvo una temporada a la sombra, entre rejas. En la solapa del libro pone: "Clarence Cooper Jr. murió solo y con los bolsillos vacíos en la YMCA de la Veintitrés de Nueva York". Sin duda, un final tristísimo para alguien que tenía talento para desplegar a estos personajes por La Escena, es decir, la zona urbana por donde pululan los detectives y los camellos. Igual que sucedía en The Wire, los miembros de la ley saben que no basta con limpiar las calles de pequeños traficantes para mantener contentos a los jefes y a los votantes: el requisito imprescindible es capturar a los de arriba, a los que mueven las grandes cantidades de droga y de dinero y manejan a sus empleados como marionetas que mueren jóvenes en las calles o en las prisiones. Léanla ya mismo.