Cuenta Carlos Bueno Vera, en su magnífica introducción, que los escritores Herman Melville y Nathaniel Hawthorne se conocieron en agosto de 1850. Pese a la diferencia de edad (Hawthorne era mayor que Melville), congeniaron en seguida y mantuvieron una charla de un par de horas mientras se refugiaban de una tormenta que les pilló durante la ascensión de una montaña. Parece propio de una novela gótica, pero dicen que sucedió así. Poco después, en ese mismo año, acabaron viviendo cerca el uno del otro, junto a sus respectivas familias. Las misivas demuestran que los dos años siguientes mantendrían una amistad que acabó marchitándose.

Las cartas de Hawthorne, salvo una (que podemos leer en las primeras páginas del volumen), no se han conservado, así que sólo nos queda la versión de Melville, que empezó muchos de estos mensajes con la fórmula de cortesía "Mi querido Hawthorne". Se trata de una correspondencia breve, en la que se percibe la admiración del joven Melville por Hawthorne, algo así como la veneración del discípulo por el alumno. El primero llegó a ofrecerle en bandeja una historia real al segundo, para que la convirtiera en una posible novela: una anécdota que un abogado le había referido, y que Melville pensaba que sería muy adecuada para el talento de Hawthorne: Tiene en sus manos un esqueleto de la realidad misma que puede cubrir bellamente a su antojo. Y si pensara que puedo escribir esta historia tan bien como usted, desde luego no dejaría que lo hiciera. Hawthorne no acepta escribir la historia y la decepción, como se nos indica en el prólogo, se va apoderando de Melville.

Las Cartas a Hawthorne son un material muy valioso para entender la relación entre ambos. En ellas vemos ciertos abismos respecto a la recepción de uno y de otro: Hawthorne había cosechado un gran éxito, y seguiría en esa línea de conexión con la crítica y el público. Melville, en cambio, era famoso pero no tan popular como su amigo. Y el éxito sólo le acompañó una vez. Casi todas sus obras vendieron muy poco, incluso Moby Dick, considerada su obra cumbre (con el permiso de Bartleby, el escribiente). Al final del libro se incorporan tres cartas escritas a sus hijos.

Pero tan interesante como la correspondencia es el prólogo que citamos más arriba: escrito por Carlos Bueno Vera, que también traduce los textos incluidos, constituye una pieza ideal para adentrarse en las vidas de ambos autores, especialmente en la de Herman Melville, cuya trayectoria vital fue una suma de azares, fracasos, viajes y mala sombra (escasas ventas, suicidio de uno de sus hijos, diversas enfermedades y padecimientos que machacaron a otros dos de sus retoños…).