Al inicio del segundo capítulo dice el narrador: De esta manera me fui quedando solo poco a poco, confinado exclusivamente al trato superficial al que me obligaba mi trabajo, y que principalmente se realizaba por teléfono. No pretendo negar que al principio fuera difícil, ni tampoco que el vacío que se hizo en torno a mí insistía en ser llenado. Al interrumpir mis contactos con otras personas me sentí, en un primer momento, como si perdiera fuerza.

Ésta es una de las claves sobre las que gira Solo (Mármara Ediciones; traducción de Manuel Abella), este breve, asombroso libro de August Strindberg: que la de quien narra no es una soledad buscada, sino una soledad involuntaria, una soledad que no puede evitarse porque a veces las elecciones y los caminos que tomamos nos conducen a ciertos estados inevitables. Es un hombre que vive solo, que tiene un hijo en alguna parte, un hombre que ronda los cincuenta años, igual que sus amigos (que tienen la vida hecha, por así decirlo). Ya está casi todo escrito y atado, el futuro no les deparará muchas más sorpresas. Las conversaciones con los amigos tampoco son lo mismo que eran, reina el desencanto y, de este modo, el narrador empieza a alejarse, a recluirse en su casa y en sí mismo: Así fue como, poco a poco, dejé de acudir al café y empecé a ejercitarme en la soledad. A partir de entonces empieza a pasear por lugares donde solamente se encuentra con caminantes a los que no conoce en persona, a los que no saluda, pero en los que se va fijando porque la costumbre diaria del paseo matutino acaba llevando a ese ejercicio de observación. A veces echa pestes de algunos hábitos y de algunas manías de la gente, hace cuentas con su pasado porque la soledad le empuja a ello, y contempla el paso de las estaciones, del tiempo, de la vida: Es otoño. Esto significa que se ha avanzado, que es lo principal. Algunas cosas se han quedado atrás y otras están por venir. Son las reflexiones de quien mira la existencia casi como si se encogiera de hombros.

Solo, en una edición de formato pequeña y con unas 170 páginas, es uno de esos clásicos no muy conocidos que, además, resultan esenciales para viajar en verano. Contrariamente a lo que suele decirse (que es una estación para leer sólo textos ligeros), también en verano necesitamos reflexionar, y son esenciales libros como éstos, a los que uno pueda acudir de vez en cuando en sus paseos o en los ratos en los que disfruta de un café: a los que pueda regresar con el recuerdo o con la relectura. Porque esta pieza de Strindberg es para subrayarla, para releerla. Es impecable la manera en que capturó los dilemas, las ventajas y los inconvenientes de la soledad cuando uno alcanza la madurez, ese momento en el que uno decide por sí mismo y no tiene que plegarse a las elecciones de otros. Estaremos muy atentos a lo que publique Mármara.