En Error humano, el libro de ensayos de Chuck Palahniuk, cuenta éste (como recoge la contracubierta de El hielo en el fin del mundo) que en el seminario de Tom Spanbauer, el primer relato que se lee es "La cosecha" de Amy Hempel. Luego, "Abandonados" de Mark Richard. Y, después de eso, ya estás perdido. Y es que, como suele ocurrir en los libros de cuentos, a veces basta con leer uno de los textos para saber que la compra ha merecido la pena. En "Abandonados" hay dos niños cuyos padres desaparecen durante un tiempo y ellos quedan a cargo de su pariente más cercano, el tío Basuras, un absoluto desastre: jugador, sucio, bebedor, pendenciero… El narrador es uno de los niños: Luego me entra una rabia de mil demonios contra nuestro padre por dejarnos con él para irse a buscar a nuestra madre.

Pero el impacto de la prosa y de las historias de Mark Richard es aún más contundente en el segundo relato: "Su cuento favorito", donde un hombre rememora lo que le ocurrió a él y a Margaret cuando vivíamos río arriba, a un buen rato a pie por lo inaccesible del camino, en una cabaña que ahora tiene un tronco metido en el tejado y las ventanas rotas. Lo que va a contar el narrador es qué sucedió: por qué la cabaña presenta un estado de abandono, dónde está Margaret, qué arrasó el sitio al que los indios llaman Donde el Rayo Da Paseos Largos. Y el final es tan perfecto, tan repleto de vida y de humanidad y de compasión que el lector entiende por qué Mark Richard fue venerado por autores del calibre de Harry Crews. Los personajes de Richard (quien también es guionista y productor de unas cuantas prestigiosas series de televisión) son antihéroes desesperados que, sin embargo, no se dejan vencer con facilidad. Es el caso de los dos individuos que trabajan al servicio de Vic, un hombre analfabeto que los tiene haciendo chapuzas para pagarle el alquiler, en el relato titulado "Alegría al estilo de la huerta": cuando un día Vic se va a comprar lavadoras a Norfolk, los dos hombres no pueden impedir que Buster, el viejo caballo de su empleador, caiga fulminado por comerse lo que no debe… y ambos harán lo que sea para solucionar el brete en el que se han metido porque era el animal favorito de Vic. Parece que Mark Richard no tuvo una infancia agradable (ingreso en hospitales para niños tullidos, un padre alcohólico y violento, etcétera) y esto se traslada a muchas de sus criaturas: en "Aquí estamos, genial", también hay dos niños que sufren las palizas del progenitor: Con tanto deporte en la tele es menos probable que a nuestro padre le dé por venir por el pasillo a darnos una zurra. Esta vez solo le toca a mamá. En sus relatos hay individuos que empiezan a enloquecer (como la madre de "Abandonados") o que amenazan con suicidarse (el hombre obeso y roto de "Genius"), pero también personajes que ya han entrado de lleno en la locura, y los habitantes del pueblo se acaban acostumbrando a sus desvaríos (es el caso del señor León de "Banquete de la tierra, recompensa de la arcilla", una especie de ermitaño que lame las paredes, se embadurna de barro, inspira temor a los niños y se presenta en un funeral adornado con pieles y cabezas de gatos).

No sólo los hombres, sus desgracias y sus disputas, actúan como motores de las narraciones de Richard: también es el paisaje el que a veces sirve de eje alrededor del que gravita la historia; sirva de ejemplo "En la cuerda", donde los protagonistas se dedican a rescatar los cuerpos cocidos por el agua caliente durante la crecida que ha anegado las tierras próximas al golfo. Ese paisaje mutado, que arrastra objetos, hombres y animales muertos, le sirve al autor para introducir imágenes deslumbrantes, que van apareciendo poco a poco en sus relatos, como esa "isla de diamantes" que no es tal: Cuando mi tío acercó el bote a la isla vio que era la copa de un árbol que hervía en la corriente de la crecida y los diamantes eran los ojos de todas las serpientes enrolladas en las ramas.

El estilo de Mark Richard está más próximo a William Faulkner que a Chuck Palahniuk: a veces nos sorprende con frases muy pulidas, muy extensas, que uno tiene que releer despacio para captar el sentido, y son frases que, junto al barro y la lluvia y a los restos del naufragio que nos transmiten las historias, parecen enredar al lector como si fueran tornados por donde pulula una extraña mezcla de poesía y sordidez: oraciones que nos envuelven, que nos seducen, que parecen dejarnos arcilla en las manos.

El hielo en el fin del mundo (traducción de Tomás Cobos) es, junto a Volt de Alan Heathcock, uno de los grandes volúmenes de cuentos de este año. En 1990 recibió el PEN/Ernest Hemingway Foundation Award al mejor libro de relatos. Hemos tardado décadas en conocerlo en España, pero ha merecido la pena. La editorial tiene todavía una trayectoria corta, pero impecable: Richard, Heathcock, Harry Crews, William Burroughs Jr., Larry Brown y, pronto, las memorias del singular Óscar Zeta Acosta. No pierdan de vista a ninguno de estos autores.