A mí Jordi Évole, me la coló. No me duelen prendas decirlo. Me pareció un gran reportaje de ficción con tintes de realidad. Reconozco que su programa me había dejado de enganchar porque, sinceramente, había caído en la repetición, salvo excepciones como la del domingo. Es evidente que esta es mi opinión como espectador y, aquí está la clave de todo, como periodista (o por lo menos que busca seguir siéndolo).

La emisión de Operación Palace consiguió remover conciencias vapuleando ese episodio del pasado (no tan lejano) que, por ejemplo yo, viví con una sensación de terror por ver como mi tía lloraba aquel 23F. Por mi edad desconocía el motivo de los sollozos, pero era evidente que lo ocurrido no era bueno.

Así que un programa de televisión, más allá de entrevistas de estrella a estrella, espacios trucados para aprender a bailar, cocinas sucias o películas de medio pelo (como diría Montoro), enturbió nuestra paciente espera de los acontecimientos post-crisis. Lo hizo al recordar uno de los momentos más complicados de la historia de este país, que todo el mundo solo rememora con documentales surgidos del ‘refrito’ de otros. Y los hechos, siendo los mismos, se pueden narrar de otra manera.

Pero me quedo con la reacción del populacho. Y aquí no incluyo a la audiencia. Con el término en cuestión me refiero a la casta periodística; la misma que es capaz de poner el grito en el cielo aludiendo sotto voce a un corporativismo trasnochado porque alguien critica el mal hacer de una presentadora (o presentador) de televisión, guapa (guapo) utilizando para ello calificativos demasiado gruesos sin preguntarse siquiera si es buena o mala la labor de la/el periodista. O que no mueve un dedo por el cierre de medios en provincias… ¡Ay, pero cuando llega a la capital! Entonces tocan a rebato y todos nos tenemos que unir contra la injusticia que supone el dejar huérfana de periodismo a esta democracia (frase real donde las haya).

Algo similar ocurre estos días. El mismo domingo, Twitter echaba humo (TT mundial). Tocaba dar una vuelta virtual con la tentación de incorporarme al debate abierto en la red de los 140 caracteres. Leí cosas de la gente normal y corriente: “Este país es una mentira”, “Todos engañados”, “Vaya con la clase política y los periodistas”, “Vivimos en una España de farsa…” que se transformaron en una especie de suspiros de alivio previos a los elogios al término del programa: “Buenísimo Évole“, “Nos la ha colado a todos“, “Y yo q había encontrado la conexión entre Garci y el Gob…“; más o menos, parabienes del público, de la audiencia en general (aquí están incluidos tanto los formados académicamente, como los que no, para aclarar dudas).

Entonces decidí ampliar mi paseo tuiteriano por los perfiles de conocidos nacional, regional o provincialmente periodistas y el primero fue: “Al minuto 5 sabía que era un fake”. Insisto en que a mí me la coló. Pero, es evidente que al autor del mencionado tuit no y como a él, a otros muchos de ese populacho mediático al que me refería antes, con nombres conocidos y otros no. Hablo de periodistas. Y, la verdad, uno empieza a entender la situación de esta profesión.

Más de una vez he repetido aquello de que los periodistas escriben para… el resto de periodistas. Yo mismo caigo en esto (hoy un poco, o mucho) obviando en realidad a quienes se encuentran al otro lado de la pantalla, leen el periódico (también digital) o escuchan la radio. Y ese es el quid de la cuestión. Al final resulta que las críticas al programa de Jordi Évole (y miren que lo he criticado yo) llegan, sobre todo, de… periodistas. Los que nos creemos poseedores de la verdad absoluta, somos capaces de extraer de nuestro cerebro los argumentos más rebuscados con el único fin de desprestigiar, sin pararnos a pensar que cada vez nos parecemos como gremio a otro al que acusamos en nuestras columnas, noticias, propagandas, etc, de “estar alejado de la ciudadanía”. Otro ejemplo reciente se vivió hace unas semanas con la salida de Pedro J. Ramírez de El Mundo.

Por eso creo que al final Évole se la coló también al gremio, antes llamado cuarto poder y ahora, según el último spot de McDonalds, simples “mensajeros de los buenos días”, y esas, amigo mío, son palabras mayores. Es conocido que los periodistas conocemos un poquito de muchos temas y mucho de ninguno. Que alguien nos lo diga tras una hora de documental…

Por lo tanto, Operación Palace logró uno de sus objetivos: remover las conciencias de los profesionales de la información. Estoy seguro de que el propio Évole había calculado el fenómeno de la envidia periodística, extendida como una auténtica pandemia. El segundo objetivo, las redes sociales que ahora mandan en todo, evidentemente también lo consiguió.

Otro dato sin importancia es que batió el récord de audiencia en La Sexta (programas no deportivos) aunque esta es una meta menor. Al fin y al cabo ¿Qué tienen que opinar los espectadores sobre una parodia de este tipo? ¡Pero, si no son periodistas!

Por cierto, no sé si lo había dicho pero a mí me la coló. Ahora me voy escuchar otro programa de ficción ya que me he aficionado al género: El Debate sobre el Estado de la Nación. Sin embargo, como todavía conservo algo de populacho, creo que estas mentiras piadosas no me las trago, así que ya anuncio que “a los 30 segundos sabía que el #DebateSobreElEstadoDeLaNación era un fake“.

Vicente G. Rivas es periodista y autor del blog Crónicas Lerenses