Muchas veces he censurado que la Iglesia católica utilice su estatus para imponer a la sociedad española sus modelos –de familia, de educación y tantos otros– en un ansia de convertirse en paladín custodio de la moral de los ciudadanos. Sin embargo, en mi artículo de esta semana –santa por cierto– voy a ser yo quien, por una vez, se inmiscuya en la teología y quien opine sobre del cristianismo, tal y como los obispos hacen, un día sí y otro también, al entremeterse en los asuntos del César cuando deberían limitarse a darle a Dios lo que es de Dios. ¿O es que acaso no tengo derecho a hablar de religión en un foro político tal cual ellos hacen cuando interfieren en la vida política desde púlpitos y medios de comunicación?

No hubo cristianismo antes de Pablo
Siempre he considerado al cristianismo –y en especial al catolicismo– como una especie de franquicia; una multinacional implantada en los cinco continentes que probablemente no fue fundada por Jesucristo, sino por un tal Saulo de Tarso, hijo de padres judíos quien cambió su nombre por el romano de Saulo cuando, después de haber sido sumo sacerdote judío y perseguir encarnizadamente a los seguidores de Jesús por herejes, se convirtió (y hasta inventó) a una nueva religión que aún nadie había fundado.

Consideremos que en el judaísmo del siglo I convivían muchas tendencias entre las cuales, además de las corrientes ortodoxas, había otras heterodoxas entre las que estaban los primitivos cristianos, un grupo que aun carecía de una doctrina unificada hasta que, tres siglos después, el emperador Constantino la impusiera.

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