Hay días en los que estás triste, pero, de repente, el destino te sonríe. Lunes grises en los que ya en la cama, con el pijama puesto, recibes un mensaje de un gran amigo en el que te cita en el Café Berlín para que conozcas a Diego El Cigala. A las 23:00 te replanteas tu existencia en la oscuridad de tu cuarto y a las 5:00 agradeces la bendición del destino por concederte estar en una juerga flamenca con uno de los artistas más grandes de nuestra cultura en una cueva de La Latina, bajo el amparo de una guitarra española y la luz de un cigarro como única guía.

Entre humo espeso y tragos de ya no sabes qué, fluyes embriagado por la alegría. La fiesta, la noche, el puro desmadre. El surrealismo. La España que parecía extinguida se aparece ante ti. Como si de un decorado se tratara. Viendo a dos gitanicos romperse la garganta entre finos acordes y pensando qué hago aquí. Viendo a Prok interpretar a Jack Nicholson en Mejor Imposible. Mimetizado e integrado. Compartiendo. Brindando. Pero con la frustración chillándote en el córtex de que esto no durará. Como nada bueno. Y das otro sorbo más para acallar esa voz maldita. Y lo consigues. Porque la belleza, pese a efímera, es en realidad eterna. Para inmortalizarla es necesario guardarla en un marco mental, como si de un cuadro en movimiento se tratara. Para no olvidarla jamás. Para combatir el paso del tiempo con ella.

Será imposible volver a repetir lo que pasó. Pero nadie podrá quitarme ser testigo de cómo la voz de Diego El Cigala en una tiny desk me curó en un mal día. Esas manos con más oro que la Isla del Tesoro. Esa voz bendecida. Minutos íntimos rodeado de su familia y amigos. ¿Cuánto vale algo así? Un extraño tratado como uno más con el que compartir risas y vasos. Eso es la generosidad. No es mala receta para curar el malestar. Aunque al despertar vuelvas al vacío de la noche anterior, al final, siempre te quedará la belleza para salir de ahí.