Cuando, una y otra vez, los expertos en el Vaticano son preguntados estos días sobre cuál creen que será el perfil del sucesor de Francisco, en conciencia su respuesta debería ser aquella que daba el personaje de Les Luthiers Warren Sánchez cuando sus seguidores preguntaban por el sentido de la vida. “Te lo diré en tres palabras”, respondía el predicador, “yo qué sé”.

Ningún vaticanista contesta, claro está, tal cosa: sería tirar piedras no solo contra su propio tejado, sino también contra el de la televisión que le paga por dar su opinión en las tertulias de la cadena. El vaticanista capaz de contestar “yo qué sé” y a continuación callarse se acercaría a la santidad, pero se alejaría de la televisión; la mayoría de ellos huye de tanta franqueza no solo por el deseo de dinero o popularidad, sino porque piensa que las televisiones dejarían de llamarlo y él perdería así una herramienta valiosísima para difundir su mensaje… generalmente un mensaje de santidad: santidad civil pero santidad al cabo. 

El territorio

El dilema al que se enfrenta el cónclave de los 133 cardenales que han de elegir al nuevo pontífice consiste en optar por una Iglesia más santa o por una Iglesia más poderosa, más evangélica o más institucional, más pastoral o más convencional, por una Iglesia más de Cristo o más de Jehová. Juan XXIII o Francisco encarnaban la primera y Juan Pablo II o Ratzinger la segunda, aunque en todos los hubiera un poco de ambas, pues nadie, ni el más santo de los papas, es capaz de ejercer la santidad sin interrupción. 

Lo que cautivaba de Francisco, tanto a creyentes como a no creyentes, era su voluntad de recuperar la identidad evangélica de la Iglesia por la única vía que tal cosa le parecía posible: a través de la ejemplaridad. Aunque técnicamente no lo fuera, desde el primer momento intentó comportarse como un papa pobre. Quienes, por el contrario, piensan que la prioridad del obispo de Roma debe ser preservar y aun aumentar el poder efectivo de la Iglesia, pues la santidad, como la valentía en los soldados, la dan por descontada, preferirán un papa que marque territorio, que exhiba su poder, que eleve y fortifique los muros de la Iglesia para que nunca puedan ser asaltados por los ejércitos del mal. 

El apartamento

Francisco quiso derribar tales muros precisamente porque estaba convencido de que solo la santidad puede salvar a la Iglesia: salvarla de los demás, pero sobre todo salvarla de sí misma. Como los mercaderes expulsados del Templo de Jerusalén, los altos dignatarios de la curia expulsados por Bergoglio de los espléndidos apartamentos con vistas a la basílica de San Pedro tal vez eran hombres decentes, pero no eran cristianos ejemplares, podían ser políticos eficientes que hacían bien su trabajo de preservar e incrementar el poder de la Iglesia, pero habían traicionado el voto de pobreza instaurado por la Iglesia siguiendo las enseñanzas de Jesús de Nazaret y las estipulaciones de Pablo de Tarso.

La vara

A esta alturas de este siglo XXI amenazado por tipos de la calaña de Donald Trump o Vladímir Putin, ¿qué clase de líder necesita la Iglesia, un santo o un político? ¿Un hombre de Dios o un hombre de acción? ¿Un cristiano ejemplar o un líder sagaz? Francisco creía que la santidad es lo único que verdaderamente puede hacer poderosa a la Iglesia, mientras que sus opositores opinan lo contrario: que solo si preserva y aumenta su poder, tendrá las manos libres para practicar el bien sin trabas; piensan estos que la ejemplaridad de la Iglesia no se mide con la vara de los Evangelios, sino, como la de cualquier institución, con la vara del poder, de modo que si éste mengua será porque el obispo de Roma no está haciendo bien su trabajo. Francisco pensaba que la santidad da poder, mientras que sus adversarios piensan que lo resta.

La pista

Por lo demás, el problema de la santidad es que resulta bastante costoso personalmente practicarla. En política, el último mandatario santo que ha conocido el mundo ha sido el presidente uruguayo José Mujica, tan venerado como jamás imitado por los políticos de izquierdas. Renunciar, como hizo Bergoglio, a las espaciosas estancias del palacio pontificio para vivir en el modesto apartamento de una residencia de curas supone un sacrificio que no está al alcance de todo el mundo; es más, muchos pensaban que esa decisión tan franciscana era un grave error porque deslucía irresponsablemente la majestad propia de quien ostenta la jefatura de la Cristiandad. Cuando el próximo papa sea elegido, bastará con saber dónde decide vivir para tener una pista fiable sobre cuál es su opción: la santidad o el poder.