Quim Torra casi nunca habla de sus planes al frente del gobierno catalán. Llegó al cargo por sorpresa y pocos avales está reuniendo para seguir en la presidencia por el legado de su gestión, prácticamente inexistente. De tener pensado un futuro político, éste podría quedar seriamente condicionado de prosperar la petición de la Fiscalía  de un año y ocho meses de inhabilitación por desobediencia a la Junta Electoral Central. Aunque también podría ser que esta fuera, precisamente, la garantía de su porvenir como presidente.  

El presidente de la Generalitat jugó durante unos días al gato y al ratón en plena campaña electoral con la Junta Electoral Central a propósito de una pancarta que pedía la libertad de los presos políticos situada en el balcón central del Palau de la Generalitat. Ciudadanos solicitó a la JEC la retirada. Torra primero se negó y luego acabó retirando una pancarta que aludía a la libertad de expresión que tapaba la anterior. Fue un tira y afloja mantenido a conciencia de estar desobedeciendo un requerimiento del máximo organismo electoral. No se trataba de mantener una u otra pancarta sino de desobedecer, el mandamiento preferido de Quim Torra con el que cree conectar con los dirigentes encarcelados y juzgados, el alfa y el omega de su presidencia.

En su declaración ante el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, convenientemente filtrada a los medios, Torra lo explicó con total claridad: “Sí, desobedecí, porque yo me debo a un mandato superior de la ciudadanía de defensa de los derechos fundamentales”. Luego remató su argumentación de forma rotunda al afirmar que “era una orden manifiestamente ilegal, dictada por un órgano que no es competente en absoluto, no era una autoridad competente superior a mí”.

El tribunal pudo conocer al Torra más auténtico, el que busca formar parte del panteón de las víctimas de la represión del Estado, monumento inexistente pero simbolismo muy presente en la literatura  y la retórica del independentismo. Aunque su desobediencia fuera calificada de ridícula y forzada por muchas voces del propio movimiento separatista, comparada con la acción protagonizada por el anterior gobierno catalán, aquel enfrentamiento con la JEC le llevará a ser juzgado en el TSJC. En su manera de ver las cosas, será todo un honor porque le permitirá seguir la estela de sus predecesores, Artur Mas (al que le quedan unos meses de inhabilitación por el 9-N) y Carles Puigdemont que no ha sido juzgado en el tribunal Supremo por haberse refugiado en Bruselas.

Torra forzó la acusación de desobediencia alimentando la defensa de un derecho del que las instituciones no gozan, el de la libertad de expresión, dado que, como dicen los expertos, los poderes públicos cuando se expresan es para mandar y cuando hablan deben hacerlo en nombre de todos. Al conocer la petición fiscal, el presidente de la Generalitat insistió en su argumento, me quieren inhabilitar por defender la libertad de expresión, precisando “que en aquel momento se expresaba (se supone que la libertad de expresión del gobierno catalán) en una pancarta con lazo amarillo”.

En sus muchas referencias a aquel episodio y a su concepción de la libertad de expresión, Torra siempre ha obviado que para muchos catalanes el lazo amarillo y la consideración de los dirigentes encarcelados como presos políticos forman parte del simbolismo del movimiento independentista que, de momento, no representa todavía al conjunto del país.

El horizonte del actual gobierno de la Generalitat es confuso, se mantiene vivo a la espera de la sentencia del Tribunal Supremo, pero su día a día se complica constantemente por el enfrentamiento entre ERC y PDeCat. La división entre estos dos partidos ha llegado a su punto máximo por sus respectivos pactos municipales con el PSC y aunque todos lamentan públicamente la imagen que están ofreciendo a sus seguidores no parecen dispuestos a renunciar a las ventajas adquiridas con dichos pactos. Hasta el punto que la ANC ha convocado manifestaciones contra los partidos independentistas.

La condena marcará no solo el futuro del gobierno catalán sino del discurso reivindicativo del movimiento independentista. Y el del propio Torra que nunca se ha propuesto continuar en el cargo, al menos formalmente. Su paso por la política se inició marcado por la urgencia y la improvisación generada por la negativa del Tribunal Constitucional a aceptar la investidura de diputados huidos (Puigdemont) o procesados (Jordi Turull y Jordi Sánchez) y puede acabar por una inhabilitación ganada a pulso. No hay que descartar, con los precedentes conocidos, que sea justamente la previsión de dicha inhabilitación la que le garantice a Torra la prolongación de su presidencia, para mantener viva la tensión y el discurso de la represión, y para fortalecer la épica del presidente condenado por la justicia española.