Disculpará el indolente lector de agosto la doble libertad que se toma hoy el cronista: la de apropiarse sin permiso de Joan Manuel Serrat del título de su célebre canción y la de incluirse impúdicamente a sí mismo como materia de este artículo. En cuanto al saqueo de creaciones ajenas, poco cabe decir, pues desde hace no ya décadas sino siglos el hurto es práctica habitual de escritores y periodistas no necesariamente sin escrúpulos a cuya nómina me sumo hoy sin cargo de conciencia alguno: además de llorar, como sentenció con razón el pobre Larra, escribir es robar.
Y en cuanto a erigirme en referencia de una reflexión que pretende ser política y no personal, diré en mi descargo que es la única manera que he encontrado para trasladar lealmente al remoto lector el estado de congoja, de ira, de ansiedad, de desconcierto, de impotencia en que me ha sumido y nos ha sumido a tantos ciudadanos demócratas de Europa y las Américas el ascenso al poder, merced al voto popular, de gobernantes como Vladímir Putin, Benjamin Netanyahu y Donald Trump. Su éxito popular nos deja sin habla: y mejor que sea así, porque en caso de hablar es fácil imaginar qué palabras saldrían de nuestra boca. Es como si los antivacunas hubieran sido elegidos para ocupar los principales cargos ejecutivos de la Organización Mundial de la Salud.
Aplauso no unánime pero sí cerrado
Lo que nos sucede con estos tipos no es únicamente que nos repugne la indiscutible contribución de los tres a la Historia Universal de la Infamia, con brutales crímenes de lesa humanidad en el caso del ruso y el israelí e incontables delitos y bravuconadas de matón de barrio en el caso del norteamericano. ¿Pero a qué tanta ansiedad e ira, se preguntará el improbable lector, cuando resulta obvio que no es la primera vez que delincuentes cuyos crímenes estaban sobradamente documentados obtienen no ya la disculpa olvidadiza sino directamente el aplauso no unánime pero sí cerrado de su pueblo?
El motivo de nuestra aflicción pudiera ser doble. Por una parte, irrita a la razón y escandaliza a la decencia que ninguno de los tres se tome molestia alguna en disimular su iniquidad: pasó a la historia lo de apelar a la hipocresía como homenaje que el vicio rinde a la virtud. Y por otra parte, este desconsuelo obedecería a que alguna vez creímos que tipos como estos nunca volverían a lograr la confianza de la gente: se diría que habíamos dado por sentado que políticos cuya ejecutoria política y hasta gestual recordara a un Adolf Hitler, un Benito Mussolini o un Hirohito jamás volverían a conquistar el corazón de las masas. Pero lo han hecho. Han vuelto a hacerlo.
Más parecidos que diferencias
La gesticulación deliberadamente jactanciosa y pendenciera de Donald Trump, sus aspavientos hipócritas y teatreros se parecen asombrosamente a los que tantas veces habremos visto en los documentales de La 2 sobre Mussolini; mientras, la mueca helada y el turbador semblante de esfinge desalmada que suele mostrar en público el presidente de Rusia guardan un cierto parecido con el rostro impenetrable del ultranacionalista y ultramilitarista emperador japonés Hirohito; finalmente, la determinación criminal del jefe del Gobierno israelí para acabar con los árabes de la franja de Gaza es perfectamente equiparable con la desempeñada por el Führer del III Reich para exterminar a los judíos europeos. Trump se parece al Duce de la Italia fascista, Putin recuerda al autócrata del imperio del sol naciente y el semita Netanyahu remite nada menos que al más tenebroso antisemita de una Europa en la que jamás faltaron ferocísimos antisemitas.
Mi problema con estos tipos es que me tomo sus palabras, sus planes, sus decisiones como algo personal y no meramente político. Otra razón de esa insólita sobrecarga emocional quizá sea que se trata de políticos cuyas políticas han sobrepasado todo cuanto suponíamos que la política amparada por el voto popular jamás volvería a sobrepasar. Los tres se parecen tanto a aquellos líderes del Eje que llevaron a sus países a la devastación y al mundo a la guerra mundial que resulta difícil entender por qué tantos millones de ciudadanos decentes de Rusia, de Israel y de Estados Unidos los avalan y secundan sin pestañear.
Políticos normales, políticos anormales
La airada congoja que provocan en gente pacífica como yo estos tipos es de una naturaleza o al menos de un alcance muy distinto al que hayan podido provocarme en el pasado o en el presente políticos con los que estaba en desacuerdo o a los que nunca daría mi voto. Dudo que quienes desde la izquierda no soportan a un José María Aznar, desde la derecha a un Pedro Sánchez, desde el españolismo a un Carles Puigdemont o desde el federalismo a un Santiago Abascal alberguen un malestar íntimo equiparable al que despierta en nuestros corazones el trío de la benzina. Un Aznar, un Sánchez o un Puigdemont lo que hacen, a fin de cuentas, es política, buena o mala pero política; un Putin, un Trump y un Netanyahu hacen, pretenden hacer, están obsesionados con hacer otra cosa. Sin haber llegado a conocerlos tan de cerca como nosotros, nadie como Rafael Sánchez Ferlosio ha caracterizado tan certeramente lo que hacen estos tipos: “El fascismo -escribió- consiste sobre todo en no limitarse a hacer política y pretender hacer historia”.
Cuando revisen nuestro presente, los historiadores del futuro intentarán comprender y después condenar. Los cronistas del presente, en cambio, estamos ofuscados por una indignación tan íntima, tan privada que el cuerpo solo nos pide condenar, maldecir, injuriar. Acaso el último, paradójico y más escondido triunfo del nuevo fascismo sea justamente ese: haber inoculado en los mesurados antifascistas el virus del insulto, el germen de la ira.