El acuerdo del PP con Junts de esta semana para tumbar en el Congreso el impuesto energético a las eléctricas es una mala noticia para el Gobierno pero una buena noticia para España: no para la España fiscal, pues Hacienda dejará de ingresar entre 1.000 y 1.500 millones anualmente, pero sí para la España política, pues el acercamiento entre la derecha españolista y la derecha hipercatalanista favorece una desescalada de la tensión que despeja, aunque solo sea un poco, el enrarecido clima emocional del país.

El nombre de Carles Puigdemont ya no envenena los sueños de Alberto Núñez Feijóo, para quien la amnistía al expresident, a la que tanto se ha opuesto y contra la que tantas veces ha puesto el grito en el cielo y aun más allá, puede ser el mejor regalo que el Tribunal Constitucional le haga en 2025 cuando, en torno al verano, dicte su sentencia en caso de ser esta favorable a la ley. Si el tribunal de garantías da luz verde a la amnistía a Puigdemont, no es probable que el PP haga de esa sentencia el 'casus belli' que hizo de la propia ley cuando la aprobó el Congreso a instancias del Gobierno.

El podio de los malos

Puigdemont ha dejado de ser el enemigo número dos de una españolísima derecha española que nunca habría dudado en otorgar al líder catalán la primera plaza en el podio de sus enemistades si no estuviera ocupada por cierto malvado dictador de nombre Pedro Sánchez. En realidad, una vez hechas las paces con Puigdemont, para el Partido Popular los tres cajones de ese podio los ocupa en propiedad el presidente del Gobierno, un tipo tan malo tan malo que los demás malos apenas cuentan en el cómputo mundial de bellacos.

Ciertamente, la alianza parlamentaria de PP y Junts es solo puntual y de hecho ha quedado circunscrita al asunto fiscal de las eléctricas. No obstante, en política los acuerdos entre partidos operan como los elogios mutuos entre individuos que hasta ese momento no se soportaban: el elogio de tu adversario relaja y dulcifica automáticamente su condición de adversario ante tus ojos.

La coincidencia parlamentaria de ambos partidos hace mucho más difícil que a partir de ahora los portavoces populares sigan utilizando el mismo lenguaje hiriente que venían esgrimiendo para referirse a Puigdemont o manejando con la misma desenvoltura e igual desparpajo la brocha gorda con que hasta ahora venían pintando el retrato de nuestro hombre en Waterloo. En Génova 13 ya no ven al expresident independentista con los mismos ojos que hace un año o incluso unos meses. Parafraseando a aquel presidente norteamericano que decía del dictador nicaragüense Tacho Somoza “sí, es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta”, los populares han empezado a decir de Puigdemont “sí, es un golpista, pero es nuestro golpista”.

El poder y la patria

Muchos sostienen que Vox nunca permitiría a un Feijóo virtualmente instalado en el palacio de la Moncloa gracias a los votos ultras que diera continuidad a la estrategia de pacificación de Cataluña impulsada -a la fuerza ahorcan- por Pedro Sánchez. Olvidan quienes así opinan que para los partidos de hoy y tal vez de siempre, para cualquier partido sin exceptuar, por supuesto, a Vox, el poder es más importante que la patria, y no solo porque sus líderes sean unos redomados hipócritas, que también, cuando proclaman lo contrario, sino porque su oficio los obliga a ser prácticos, prácticos hasta el cinismo: conscientes de que si no lo fueran la gente no confiaría en ellos.

Aunque cada uno a su manera, PP y Junts han venido militando en el bando de los duros, de los maximalistas, de los intransigentes y los maniqueos, de quienes creen que el choque de trenes es una buena estrategia para dirimir las discrepancias entre patriotas. Que Junts y el PP dejen de mirarse mal o que al menos no se miren tan mal como antaño es una buena noticia para el país, lo es para España y lo es también para Cataluña. Que en un sistema político determinado dos partidos importantes dejen de comportarse como halcones para empezar a hacerlo como palomas es siempre una buena noticia.