A la constitucionalidad o inconstitucionalidad de la ley de amnistía le sucede a lo que a esas jugadas en las que el árbitro pita, pongamos por caso, penalti pero al revisarla en las cámaras del VAR decide rectificar, sin que aficionados, periodistas deportivos y exárbitros que comentan los partidos logren, después de mirar una y otra vez las distintas tomas televisivas, ponerse de acuerdo sobre si la dichosa jugada era o no era, reglamento en mano, penalti.

Obviamente, los únicos que tienen una opinión inamovible, excluyente y más allá de toda duda son los hinchas de cada equipo, aunque por desgracia no deja de suceder en más de una ocasión que los condicionamientos deportivos, el ambiente en la grada, los precedentes históricos o la parcialidad apenas disimulada del árbitro acaban convirtiendo en 'hooligans' furibundos prácticamente a todos los aficionados, periodistas y comentaristas que en circunstancias normales no acostumbran a serlo.

Uno mira una y otra vez la jugada y acaba concluyendo que conocer y determinar la verdad última que encierra es imposible: ¿merece o no merece la pena máxima esa contundente entrada del defensa? ¿Su carga contra el delantero ha sido tan rotunda como para provocar la caída dentro del área o más bien el fullero goleador se ha tirado nada más sentir el contacto de su perseguidor? Puede que ni siquiera los protagonistas de la jugada sepan qué ocurrió; y, desde luego, si lo saben jamás lo dirán.

La Verdad y la verdad 

Como el fútbol no se presta a disquisiciones metafísicas sobre el ser y el no ser, las dudas sobre una jugada controvertida se resuelven por la vía reglamentaria: lo que diga el árbitro va a misa. Entonces, ¿lo que él dictamina es La Verdad? No exactamente: lo que sentencia el colegiado es solo la verdad, no La Verdad; es la verdad porque legisladores, jugadores, analistas y aficionados están de acuerdo en que lo sea, porque comparten la idea matriz de que la jugada es lo que el árbitro dice que es. Todos comparten el axioma de que al colegiado se le puede criticar y aun faltarle al respeto, pero nadie en ningún caso deja de acatar sus decisiones porque de hacerlo se corre el riesgo no ya de revocar el resultado de un partido en concreto sino de abolir el propio juego.

La diferencia entre una verdad y la Otra, marcada ortográficamente con las mayúsculas y las minúsculas, consiste básicamente en que la verdad con minúscula se puede pactar mientras que La Verdad con mayúsculas es inasible y está condenada a ser objeto de eternas disquisiciones que, de ser tomadas en consideración ante cada trance polémico del partido, harían inviable el juego mismo.

Juristas de buena fe

Por definición, las democracias operan con la verdad en minúsculas; las teocracias, autocracias, dictaduras y demás tiranías operan con La Verdad en mayúsculas. Hay cualificados juristas de buena fe que honestamente consideran que la ley de amnistía a los independentistas catalanes es inconstitucional, como los hay que, con pareja cualificación, honestidad y buena fe, la consideran plenamente constitucional. Y luego están esos otros actores de la vida pública que la consideran o bien un dechado de virtudes políticas y legislativas o bien una barrabasada y otra prueba más de la corrupción congénita del Gobierno que la ha promovido: pero mejor no prestar demasiada atención ni a unos ni a otros, pues se trata de hinchas por cuya boca habla la emoción más que la razón.

Pedro Sánchez, su Gobierno y sus socios defienden la ley de amnistía porque no pueden no defenderla, dado que es obra suya y al defenderla se están defendiendo a sí mismos. Alberto Núñez Feijóo y Felipe González la atacan porque no pueden no atacarla, dado que es obra de alguien a quien detestan en lo más profundo de su ser, uno porque piensa que Pedro Sánchez le robó el poder a la derecha pactando con terroristas y separatistas y el otro… por lo mismo.

La diferencia entre la polémica ley de amnistía y los penaltis inciertos es que, al contrario de lo que sucede con estos, quienes se oponen a aquella han decidido unilateralmente que lo que diga el árbitro ya no va a misa y no hay por qué acatarlo. El Tribunal Constitucional ha dejado de ser para ellos el colegiado honesto, cualificado y fiable que era cuando el bloque conservador ostentaba en él la mayoría. Ya no es el TC del Estado, ahora es el TC del socialista Cándido Conde-Pumpido. Nada nuevo bajo este sol de justicia: si sale cara gano yo y si sale cruz pierdes tú.