Uno. Enemigos imaginarios
ERC, Bildu, PNV, BNG, Junts. Los socios del Gobierno constitucional que no suelen acudir al acto institucional del día de la carta magna ¿son anticonstitucionales?, es decir, ¿están en contra de la Constitución? Técnicamente, sí, pero en realidad puede que no tanto. Los grupos nacionalistas de su tierra y antinacionalistas de España son anticonstitucionalistas pero solo de boquilla, del mismo modo que el Partido Socialista sigue siendo nominalmente republicano pero todo el mundo sabe que lo es solo de boquilla. Si Esquerra o el PNV gobernaran mañana una Cataluña o un Euskadi independientes querrían una Constitución bastante parecida a la española del 78, salvo en detalles en apariencia trascendentales pero en el fondo irrelevantes como el relativo a la forma de Estado.
Dos. Alumnos aventajados
Los socialistas fueron los alumnos que más provecho y ventaja sacaron de la lección magistral de Santiago Carillo y el PCE de los 70: que lo importante era tener una buena, sólida y bien homologada democracia y que en el fondo daba un poco igual que la forma de Estado fuera la república o la monarquía. Inmediatamente después de la muerte del dictador, la opción de la monarquía era mejor simplemente porque suscitaba mucho mayor consenso que la opción de la república, aunque, en verdad, lo que tenemos al final se parece mucho más a la república laica, civil y liberal de toda la vida que a la monarquía autoritaria y meapilas que las izquierdas tanto temían, y no sin motivo, sobre todo aquellas que habían leído un poco de historia de España. El rey Felipe VI o incluso el rey Juan Carlos I se parecen más a un presidente de la República italiana, pongamos por caso, que a cualquiera de sus abominables antepasados de la Casa de Borbón. Que luego Juan Carlos nos haya salido como nos ha salido no ha sido culpa tanto de la condición hereditaria y por tanto antidemocrática de la monarquía como de las debilidades, temores y olvidos de la democracia.
Tres. Excelencia política
Parece indiscutible que lo que hace buena una Constitución es el consenso que suscita: la mejor Constitución es la que alcanza un mayor grado de acuerdo entre fuerzas políticas y sociales distintas y aun opuestas. La del 78 no se alzaría con el primer puesto en un concurso de excelencia jurídica, pero sí seguramente en un concurso de excelencia política. La carta magna del 78 tiene vacíos, ambigüedades, incongruencias, lagunas, patadas hacia adelante: esquiva como buenamente puede la cuestión territorial sin plantearse siquiera resolverla o salva astutamente la cuestión religiosa limitándose a decir una cosa y la contraria: que España es un Estado aconfesional pero que la Iglesia católica debe recibir un trato preferente del Estado.
Cuatro. El poder del miedo
¿Por qué fue posible aquel consenso? Porque los actores que participaron en la redacción del texto constitucional tenían miedo: miedo de los otros no menos que miedo de sí mismos, miedo de lo que serían capaces de hacer, de volver a hacer, si el diálogo descarrilaba y no había un acuerdo de mínimos que, a la postre, consistiría básicamente en implantar régimen de libertades real y verdadero pero sin ajustar cuentas con quienes lo habían proscrito impunemente durante cuatro décadas. No deberíamos subestimar la importancia política del miedo; recordemos el miedo al comunismo: gracias a él los proletarios del mundo no comunista obtuvieron mejoras políticas, sociales y laborales que hoy están perdiendo precisamente porque aquel miedo ha desaparecido.
Cinco. La herida del 31
El gran acuerdo que no fue posible en el año 31 sí lo fue 40 años después. La falta de consenso entre las dos grandes corrientes ideológicas y emocionales de la nación fue la herida por la que la República no dejó de sangrar desde el minuto uno, hasta que el golpe de Estado de julio del 36 convirtió aquella herida en un boquete, abriendo en la maltrecha nave del Estado una vía de sangre imposible de taponar. La discordia del 31 y la sangre del 36 operaron en el 78 como correctivo de las emociones ardientes, sin permitir su desbordamiento. Muchos pensaron que las concesiones cedidas al adversario tenían un precio razonable: bueno, hoy sabemos que finalmente ese precio acabó siendo bastante más alto de lo que creyeron las izquierdas pero un poco más bajo de lo que temían las derechas.
Seis. Enemigos reales
¿Quién es hoy más enemigo de la Constitución, quien la rechaza en los discursos porque su texto consagra la monarquía, blinda la unidad de España o no reconoce el derecho de autodeterminación de los pueblos ibéricos, o quien hace caso omiso del artículo 47 que proclama el derecho a una vivienda digna o se chotea del artículo 33 que atribuye una función social a la propiedad privada? No es mejor cristiano quien va a misa todos los domingos, sino quien practica principios cristianos como la caridad, la compasión o la tolerancia. Nuestra literatura está bien poblada de feroces anticlericales que no por ello dejaban de ser excelsos cristianos. Nuestra democracia está no menos poblada de feroces anticonstitucionalistas que no por ello dejan de ser impecables demócratas.
Siete. La fe, siempre la fe
En el 78 no hubo guerra religiosa porque en realidad a aquellas alturas del siglo España ya había dejado de ser católica: precisamente por haber dejado de serlo el anticlericalismo de los años 30 que tanto desacreditó a la República había perdido su razón de ser. España se había vengado de los excesos autoritarios y las connivencias reaccionarias de la Iglesia de la manera más práctica, pacífica e irreprochable: dejando de ir a misa. La única cuestión seria que la Constitución no cerró, porque no podía hacerlo, y que sigue tan viva o más que entonces es la cuestión territorial. Lo que, no sin melancolía, hemos aprendido en todos estos años es que no se cerrará nunca. No mientras siga habiendo entre nosotros tantos patriotas con una fe ciega en La Nación como católicos hubo en el pasado con una fe ciega en (o contra) La Iglesia Católica, Apostólica y Romana.