Grandes desafíos caracterizan a las sociedades contemporáneas: la globalización, los flujos migratorios, la crisis climática, económica o de los sistemas democráticos, junto al papel activo que desempeñan una diversidad de actores políticos y sociales, necesita de cauces sólidos de interlocución para poder construir un proyecto colectivo que detecte necesidades, demandas y ofrezca respuestas; es decir, formalizar un contrato social que represente el interés general y articule el consenso frente al conflicto.
Necesariamente, entre ser individuo o ser parte de una sociedad democrática, hay un vínculo con el concepto de comunidad ligado al reconocimiento de derechos y al ejercicio de deberes. Somos ciudadanía porque individualmente nos integramos en una comunidad que se organiza y comparte intereses, cuya defensa pasa por el establecimiento de los pilares en los que se basa una sociedad activa y madura para la participación efectiva en los asuntos públicos. Una sociedad que establece cauces de interlocución a través de la representatividad sólida, que asegura la riqueza democrática y da certezas para los diagnósticos y las soluciones.
Esto no es una entelequia; fomentar la participación efectiva hoy es más empírico que nunca porque sabemos que en tiempos de incertidumbre y dificultad excepcional como los que vivimos, la concertación social está siendo el el principal factor de estabilidad económica y política. Pero para ello, reconocer a quien obtiene la confianza para la defensa del interés mayoritario, es esencial.
Cuando más estabilidad se necesita, más se necesitan grandes acuerdos que reequilibren los costes sociales producidos por las consecuencias de dos crisis globales sin precedentes en nuestra historia democrática: la generada por la pandemia y la que está causando la guerra de Vladimir Putin. El riesgo de no corregir los desequilibrios causados produce fragmentación y rabia social, que en un ejercicio de patriótica deslealtad, se ha convertido en el principal modus operandi de la derecha de este país, sostenido en el negacionismo, el boicot y la oposición a todo aquello que pueda equilibrar el desequilibrio.
La tormenta perfecta se produce cuando además, y como gota malaya, hay un permanente cuestionamiento de la representatividad política y social. Es alarmante que la fragmentación se haga costumbre, en favor de sectores minoritarios que debilitan el interés general a través de grandes dosis de desinformación para manipular realidad social. El rechazo a la interlocución y a los acuerdos alcanzados en la reforma laboral, pactada con la mayoría que abarca la representación legítima de los agentes sociales y el gobierno, o en la gestión del conflicto con el sector del transporte, son ejemplos recientes de una deriva muy peligrosa propia de regímenes fundamentalistas que ven un peligro en la consolidación democrática.
Quienes alientan esta desafección saben que crisis de representatividad y crisis democrática son dos caras de una misma moneda, porque tanto el enriquecimiento de la cultura política con instituciones robustas y confiables, como la conformación de la participación cívica a través de una sociedad civil organizada desarrollada, se produce tras procesos de democracia directa.
Una democracia en donde la ciudadanía organizada expresa sus necesidades y aporta a las soluciones, mejora la calidad del gobierno. Para ello hemos de tener muy presente que ciudadanía no es la suma de sujetos.