Por primera vez en mi vida coincido con unas palabras dichas por el todavía presidente de la Generalitat Quim Torra. Espero y deseo no volver a coincidir jamás con ninguna de sus opiniones. Pero ahora sí lo hago, y lo hago, además, a conciencia, incluso con gran satisfacción. Aunque reconozco que me duele como ciudadano de Cataluña que soy y como defensor que he sido desde siempre de la Generalitat como máxima representación institucional del autogobierno de Cataluña. No obstante, coincido con lo dicho el pasado lunes por Quim Torra ante el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC): “Bienvenida sea la condena”.

Sí, bienvenida sea su condena, que además de una sanción económica -que es de suponer que pagará personalmente el propio Torra, no la Generalitat, es decir el conjunto de ciudadanos de Cataluña-, le inhabilitará durante veinte meses para el ejercicio de cualquier cargo público, lo que comportará su cese inmediato como presidente de la Generalitat, su sustitución por parte del vicepresidente Pere Aragonès y la más que previsible convocatoria de nuevas elecciones al Parlamento de Cataluña.

La condena de Quim Torra está más que cantada, sobre todo porque él mismo reconoció ante el tribunal juzgador que desobedeció de forma reiterada y consciente las resoluciones de la Junta Electoral que le instaban a retirar todo tipo de símbolos independentistas -lazos amarillos, grandes lienzos exigiendo la libertad de los líderes secesionistas encarcelados por orden del Tribunal Supremo...-, tanto del Palacio de la Generalitat como de todas las demás sedes y delegaciones oficiales de su gobierno. Intentó Torra, con la inestimable ayuda de su abogado Gonzalo Boye, convertir su juicio en una causa general contra el sistema democrático español. Lo hizo con altanería, galleando y chuleando, pero salió trasquilado al fin. Quiso emular de algún modo a Fidel Castro en su discurso ante el tribunal cubano que le juzgó por su fracasada tentativa de asalto al santiagueño cuartel de Moncada -aquel célebre discurso titulado “la Historia me absolverá”-, pero todo fue poco menos que una farsa.

Pocos separatistas acudieron a solidarizarse con Quim Torra ante las puertas del TSJC, aunque con él estaban casi todos los líderes de este movimiento. El juicio fue un puro trámite. El presidente del tribunal juzgador no quiso entrar al trapo, mientras el acusado, apoyado como es obvio por su abogado, se limitó a intentar presentarse como un personaje histórico que no debe responder de sus acciones ante nadie. Esta es la gran mentira. De Quim Torra, sin duda, pero también del conjunto del movimiento secesionista catalán. Cuando alguien, sea quien sea, menosprecia la legalidad propia de un Estado social y democrático de derecho, y a causa de este desprecio la incumple y actúa en su contra, se sitúa fuera de la legalidad y con ello pierde toda posible legitimidad. Si quien lo hace es una autoridad pública, como sucede en el caso de Torra -no lo olvidemos, se trata del máximo representante institucional y legal de este Estado social y democrático de derecho en Cataluña-, su delito es aún mucho más grave, mucho más dañino para el conjunto de la sociedad.

A Quim Torra -y con él a la totalidad de los dirigentes separatistas, a todos sus cada vez más escasos propagandistas y también a todos sus bienintencionados e incondicionales seguidores- les iría bien leer el último libro de Enrique Krauze, el historiador mexicano y director de “Letras Libres”. Se trata del libro titulado “El pueblo soy yo”, publicado por Debate. De su lectura aprenderían que la democracia no es algo que nos venga dado gratis, que en la ya muy larga historia de la humanidad la democracia ha sido y sigue siendo un bien por desgracia muy escaso, tanto temporal como territorialmente, y que solo subsiste cuando combate con eficacia y rigor a quienes la amenazan.

Por todo ello, sí, en esta ocasión sí coincido con la opinión de Quim Torra: “Bienvenida sea la condena de Quim Torra”.