Excelente novela de la escritora argentina Selva Almada (1973), publicada por Literatura Random House, en la que a partir de tres casos particulares de asesinatos o desapariciones, recrea, a modo de crónica literaria, decenas de casos más para crear, con una mirada precisa y un estilo impecable, una visión amplia sobre la violencia machista en Argentina, con especial interés a lo que sucede en el interior del país.


La joven Andrea fue hallada muerta en su cama, apuñalada. El cuerpo de María Luisa fue hallado en el campo, con el rostro destrozado por los pájaros. Sarita, desapareció y nunca se supo qué sucedió con ella. Tres casos reales y sin resolución de tres jóvenes asesinadas o desaparecidas en Argentina. Alrededor de ellas tres, la escritora argentina Selva Almada construye su excelente Chicas muertas (Literatura Random House, 2015), una novela corta que, entre otras muchas cosas, muestra cómo puede (o debe) ser un acercamiento hacia la violencia de género desde la literatura.


Almada construye un relato en el que ella se sitúa en el interior del relato a modo de investigadora alrededor de esos tres crímenes sin resolver y de otros tantos que van surgiendo por el camino, todos casos reales. Chicas muertas se mueve entre la crónica policial, un sentido muy particular del thriller, el relato rural, la crónica (muy sui generis) investigación casi periodística y, sobre todo, la mejor literatura.


La escritora no cae en la denuncia fácil, ni en concesiones melindrosas ni rebaja la brutalidad: narra ésta con una mirada directa, buscando una objetividad expositiva sin ornamentar en aras de mostrar los hechos tal y como fueron. En este sentido, no es complicado recordar la parte de 2666 de Roberto Bolaño en la que describía los brutales asesinatos de mujeres en México. Almada se sitúa en el centro del relato a modo de investigadora; se mueve de un lugar a otra, busca testimonios, intenta entender no solo los hechos, también la situación, global y concreta, en la que se produjeron.


El relato es lineal pero casi líquido, moviéndose en el tiempo y en el espacio, consiguiendo con ello mostrar el machismo, y la violencia que surge de él, como algo intrínseco en la sociedad argentina, sobre toda en su interior, rural y sórdido, que va más allá del momento y del lugar. En un momento dado, escribe: “Lo que tenemos que conseguir es reconstruir cómo el mundo las mirada a ellas. Si logramos saber cómo eran miradas, vamos a saber cuál era la mirada que ellas tenían sobre el mundo”. Porque la literatura, como todo arte, es una cuestión de mirada, de darla forma mediante el estilo.


Almada se introduce en la cotidianidad del machismo, en los gestos comunes, en lo aceptado como normal. Porque es a partir de esos instantes, de esos momentos, se va generando un comportamiento social hacia las mujeres que tiene como fin último la merma de su libertad. Y todos esos actos contra las mujeres, que bien pueden ser prostitución velada y obligada, maltratos domésticos, humillaciones públicas, violaciones, secuestros o asesinatos, van conformando un todo asfixiante en el que todas las mujeres relatadas en el libro poseen la individualidad de sus circunstancias pero, sobre todo, acaban siendo un rostro total, casi universal.


Chicas muertas es, además, una perfecta obra literaria, de estilo cuidado, de ingeniosa e inteligente construcción tanto externa como interna. No existen transiciones innecesarias, no hay nada de relleno. Almada se acerca a lo íntimo y a lo general de la misma manera, con una prosa que no intenta ser poética y, en cambio, en ocasiones lo consigue, incluso cuando relata lo brutal, el escarnio. La escritora es consciente de la fuerza de las palabras, de su poder para transmitir la realidad. Y así las utiliza, con desnudez expositiva. No busca el impacto fácil, pero consigue inquietar, incluso incomodar. Porque Chicas muertas no solo habla de unos casos particulares, habla de algo más profundo, de algo que, una vez más, va más allá del tiempo y del lugar en que acontece. Una espléndida novela.