Como la gran mayoría de las películas dirigidas por Orson Welles, La dama de Shanghai está envuelta de diversas formas de mitología. Por un lado, su propia génesis es confusa. Welles había finalizado su relación con la RKO y se hallaba en punto muerto intentando poner en marcha varios proyectos. El director se encontraba en la estación de trenes de Boston sin poder retirar una mercancía perteneciente a la obra de teatro que intentaba poner en marcha, cuando llamó a Harry Cohn, cabeza de la Columbia, para pedir algo de dinero ofreciendo una idea para una película. Aunque no la tenía, vio en un estante una novela llamada La dama de Shanghai y le dijo a Cohn que comprara los derechos que él se encargaría de realizar la adaptación. Y así, comenzó según Welles el proyecto. Esta historia, que ha sido rebatida desde en varias publicaciones, sea verdad, mentira o una verdad-mentira, ejemplifica bien el carácter de Welles en muchos sentidos. Pero crea una idea azarosa del nacimiento de la película muy conveniente para el director. A la postre supondría su última colaboración con un gran estudio hasta que ruede Sed de mal en la Universal, por lo que esa declaración que evidencia que La dama de Shanghai era un trabajo más por necesidad que por entusiasmo artístico, peor aún que si fuera un encargo, también servía a Welles para cargar contra Hollywood, uno de sus pasatiempos preferidos.



Por otro lado, Welles estaba casado con Rita Hayworth, su segunda esposa, y aunque por entonces se encontraban ya en el tramo final de su tormentosa relación, y Hayworth no fue su primera elección para el papel, su presencia supuso tanto un aumento considerable del presupuesto de producción como el gran reclamo comercial de una actriz que, dos años después, se decía en la promoción, dejaba de ser “Gilda”. Durante el rodaje en el Golfo de México, la pareja recibió a un sinfín de amigos de Hollywood en fiestas que han llenado la crónica amarilla de Hollywood. Hay, en este sentido, también una mitología sobre el carácter de fiesta que supuso para Welles el rodaje, casi como un divertimento que usó en varios sentidos: para ganar algo de dinero, para entretenerse y, de paso, para lanzar una mirada tan cínica como crítica hacia Hollywood, como si supiera que estaba a punto de alejarse de él y comenzar un peregrinaje durante décadas.



Todo lo anterior sirve para contextualizar una de las obras más conocidas y populares, también de las más accesibles, de su carrera. La dama de Shanghai es, para bien y para mal, la película de un genio. Welles pone en marcha una película cuyo argumento es intricado y laberíntico, de ahí que no tenga más remedio que acabar en esa especie de laberinto de espejos que ejemplifica a la perfección varias ideas de la película: el reflejo deformante de la realidad o las apariencias, la diversidad o multiplicidad de miradas hacia las cosas y lo enrevesado no solo de los pensamientos e intenciones de los personajes, sino también de la propia película. Esto no quiere decir que sea confusa, que no se pueda seguir con facilidad. Todo lo contrario. Uno puede introducirse sin problema en su maraña narrativa, porque en el fondo es bastante simple. Pero Welles parece querer, ya sea como trabajo de reescritura o como irónica mirada hacia el género, realizar un noir en el que todos sus elementos constitutivos quedan expresados en todo su esquematismo, evidenciando estos de tal manera que La dama de Shanghai parece casi un pastiche del género con su femme fatale, su honrado y moral protagonista, sus codiciosos y cínicos villanos, su mirada a un mundo de lujo por fura pero podrido por dentro, su trabajo lumínico de claroscuros…



Pero Welles no solo exagera esos elementos, sino que además lleva a cabo una puesta en escena en la que su genialidad y sus hallazgos expresivos, son tan evidentes, los marca tanto, que pueden acabar operando de una manera opuesta. Sin embargo, hay algo único en las imágenes de La dama de Shanghai, algo que ocasiona que pasados los años hayan quedado muchas de ellas, como algunos de sus diálogos, en la memoria cinematográfica colectiva. Para muchos quizá no sea justo dado que La dama de Shanghai no se encuentra entre lo mejor de su carrera, pero lo cierto es que la película posee algo especial en sus imágenes, una gran personalidad que aunque pone demasiado de relieve que Welles desea enfatiza su presencia como creador, tanto delante como tras la cámara, lo cierto es que hace única a la película. Un análisis de la película, tanto en el plano argumental como en el formal, podría conducir hacia una película irregular y errática, pero también puede considerarse como la mejor representación de lo que es La dama de Shanghai.


Porque sea encargo o no, sea un divertimento o no, una reescritura del noir o una mirada crítica hacia Hollywood, muchos de los temas que recorren transversalmente el cine de Welles se encuentran en la película, como el enfrentamiento entre Bien y Mal o las diatribas morales tan del gusto del autor, así como ese afán de Welles por la experimentación formal con la imagen. Todo ello da como resultado una película que posee un halo especial, fácil de desmontar por su frágil construcción de guion, no tanto por su trabajo visual, bastante mejor que lo que muchos suelen reconocer a una obra tan mítica como ese Shanghai que se rememora en la trama como un espacio extraño y lejano, como acabará siendo Hollywood para Welles tras el rodaje de esta película.