Quizás estar en contacto con la materia de la muerte sea lo que aleje de la misma muerte. Puede ser una paradoja. O una ilusión para quien habita un escenario que parece atravesado por la sustracción de vida. Quizá la convicción necesaria para quien no le gusta hacerse preguntas. En Entierre a sus muertos (Eterna cadencia), de la escritora brasileña Ana Paula Maia, Edgar Wilson recoge cadáveres de animales. En otro tiempo, fue aturdidor en un matadero. Pero no es una nota distintiva, el entorno en el que se desplaza parece sembrado de muerte, sea por la causa que sea, por carencia o animosidad, por privación o accidente. O por la misma aleatoriedad. Las campanadas no las da la iglesia sino las tres explosiones diarias de la cantera que propician el esparcimiento de piedras que puede caer sobre cualquiera. Sólo dispones de diez segundos para cubrirte. La vida en ese entorno parece una permanente cuenta atrás hacia la degradación definitiva, como si vivieran atrapados en un bucle. Sus habitantes parecen encontrar su único asidero en la fe en una entidad divina. Buscan en el bautizo una depuración, una iluminación, que contrarreste la degradación de sus días. Se aprietan los dientes para sostenerse sobre la irreductible ilusión hasta llegar a las encías.

Edgar sigue con curiosidad la liturgia del bautismo. Piensa cómo es posible que alguien se vuelva una criatura mejor después de pasar por ese río inmundo, vasto y contaminado, nutrido por cloacas de desechos orgánicos e industriales, y que oculta en su profundidad el horror de los muertos insepultos. Mira hacia el cielo y mueve la cabeza de un lado a otro tratando de encontrar algún vestigio, un trazo mínimo de verdad. Pero no ve nada: ni furia, ni ángeles, ni santos. Es un cielo vacío, completamente descolorido y silencioso. Inerte.

Hay unas figuras que visten de blanco que pululan por ese entorno como si pudieran extraer las excrecencias invisibles que infectan una realidad corriente que parece agonizar en su día a día. Se enredan en oraciones constantes y de ese modo mantienen encendida una suerte de llama (…) De haber vivido entre los siglos XV y XVIII, los habrían acusado de brujería. Pero hoy se titulan lo verdaderos hijos de Dios y tienen como objetivo expurgar el mal de todo lugar. Es una realidad de puentes rotos y material deteriorado. No hay nada que construir, la vida de esas gentes no se dirige a ningún sitio. Por eso, por qué sentir consciencia. A dónde conduce preguntarse por la muerte de la mujer que encuentra ahorcada o por la saña con la que han destrozado a un hombre cuyo cadáver han abandonado en mitad de un camino. No le gustan las preguntas en general, prefiere cargar sus pensamientos en silencio y lejos de los demás. Tampoco le gusta hablar y que lo escuchen, incluso que lo miren. Prefiere mantenerse en estado de aislamiento. Impenetrable. Por qué preguntarse sobre lo que hay alrededor, el por qué de las cosas, si sólo se percibe silencio. Nada más que silencio, arriba, donde vuelan los buitres, o en las profundidades del agua contaminada, o en el erial de tierra seca y vegetación triste en donde se encuentran cadáveres de ovejas electrocutadas o de humanos quemados quién sabe por qué razón. Algo diferencia a los muertos. Hay un recuento si son animales. E indiferencia si son prostitutas, drogadictos o travestis. También hay discriminación en la muerte.

Edgar no recoge humanos si no se acompaña de un animal, pero qué vas a hacer si sabes que antes de que los cadáveras sean levantados por la policía los buitres habrán dado cuenta de su organismo, como los tiburones del pez espada del pescador de El viejo y el mar, de Ernest Hemingway. Por eso, para qué intentar nada, para qué preguntarse por qué han matado a ese hombre y esa mujer, o, aún más, por qué las cosas son como son o por qué no podrían ser de otro modo. ¿De qué sirve involucrarse? Hay algo grato en lo inevitable, así lo siente Edgar. Son movimientos involuntarios de un flujo constante. No importa lo que hagas, si es justo o no, no tendrá consecuencia alguna más allá de la muerte. Dejas de existir. No hay más. Por eso, simplemente, hay que seguir con el trámite. Impenetrable, involuntario. Es el eco de nuestra indiferencia, enfocados exclusivamente en lo propio. Edgar Wilson no contesta. Quizá se queda buscando una respuesta, quizá sencillamente esté muy cansado y no quiere hablar más. Pero elige el silencio. El silencio de un hombre que ejecuta sus tareas. Maia despliega una escritura descarnada, que ha desprendido de cualquier cáscara a la realidad. Trasluce el resplandor de una vida sustraída.

Al principio trataba de no involucrarse con los animales, los levantaba mirando para otro lado. De a poco fue deteniéndose en la expresión de sus caras, y a veces les cerraba los ojos imaginando que eso les brindaría algún descanso. Día a día observaba la evolución de la vida en la muerte. La vida en su fluir siempre avanza, siempre va hacia el frente; pero la muerte hace lo mismo desde el otro lado, y se chocan. Por eso para Edgar pararse al lado de un cadáver le hace sentir que está un paso más lejos de la muerte, que ya avanzó hasta ahí, hasta el animal, y que por el momento a él no va a tocarlo.