Nos estamos enterrando en el narcisismo, en la tumba de las ciudades, hipnotizados por las pantallas en que se nos reflejan las caras y las mentes, seguros de que eso es todo lo que hay. Mientras los bosques desaparecen, los polos se derriten, los corales mueren y las especies se extinguen, nos seguirmos escribiendo cartas de un amor inconsciente a nosotros mismos. Se dice que la tierra todo lo resiste, sea el grado de degradación al que la sometamos. Es la perfecta excusa para nutrir nuestra inconsciencia, o amortiguar una consciencia que opta por el encogimiento de hombros. Desde la revolución industrial, se ha producido, en progresión, una degradación de la naturaleza que prefiere no verse como un colapso en proceso porque la negación es lo que nos define. Nos regimos más que por lo real, por la percepción de la realidad, y nuestra percepción se acomoda a lo conveniente, a lo que preferimos no mirar de frente, porque estamos demasiado preocupados por enriquecernos más o simplemente sobrevivir en nuestra pequeña parcela: ¿Por qué preocuparse del alrededor, o cultivar la visión de conjunto?¿Por qué preocuparse de los entornos naturales que desaparecen por la construcción de carreteras, o los miles de animales atropellados en las mismas, si lo primordial es que podamos realizar lo que deseamos lo más cómoda y rápidamente posible? Son simplemente estorbos. Paul Kingsnorth, en Confesiones de un ecologista en rehabilitación (Errata naturae) nos mete el dedo en el ojo por si alguien despierta de su carta de un amor inconsciente a sí mismo. Ejerce de desfibrilador reanimador de mentes apoltronadas. Porque parece haberse acomodado hasta el activismo ecológico. Quizá era inevitable que una sociedad utilitaria generara un ecologismo utilitario. Los activistas ecologistas parecen preocuparse ante todo por las emisiones de dioxido de carbono, por algo llamado sostenibilidad, que remite en realidad, al mantenimiento de la civilización humana en el nivel de confort que los ricos del mundo -nosotros- consideran su derecho, sin acabar con el <<capital natural>> o los <<recursos básicos>> que se necesitan para ello. No hay estructura que modificar, actitud que transformar, simplemente maquillar la explotación, o degradación, de la naturaleza con el eufemismo que camufle la conveniencia, la enmascarada dosificación de esa degradación.

Kingsnorth despieza tres mitos que han nutrido la voracidad de codicia y consumismo que define a nuestra sociedad, parasitaria y virulenta, indiferente al daño que efectúa a la naturaleza u a las otras especies: El mito del progreso, el mito de la separación de la naturaleza y el mito de la centralidad del ser humano. Somos el centro de todo (o sea, somos todo), lo demás (sección atrezo y decorados, otras especies y entorno) ni siente ni padece, y cualquier medio es válido para ampliar, exponencialmente, la posibilidad de disfrute de las mejores comodidades y los más lujosos placeres. El mundo alrededor a nuestro servicio. Señores feudales en potencia pero con los más sofisticados dispositivos y las más eficientes herramientas.

Con el cambio climático y la sexta extinción de especies a gran escala ya en curso, los océanos plagados de residuos industriales, la estela química que soltamos y se infiltra en la sangre y en la leche materna, a los tecno optimistas les resulta difícil encontrar su voz. Hemos abierto la caja de Pandora y hemos visto en ella a dónde nos ha llevado la ambición del progreso tecnológico. Aunque la cerremos y miremos hacia otro lado, ya es tarde para cualquier tipo de inocencia. Me parece que ha sido precisamente ese miedo al futuro, ese sentimiento de haber desencadenado a un monstruo que no podemos controlar, lo que ha dado pie a la última fijación cultural con la idea de colonizar otros mundos.

Colonizar otros mundos, revivir criaturas extinguidas, como es el caso del mamut. Ambas direcciones reflejan esa concepción del hombre no sólo como centro sino con facultad divina. Se inventan dioses para neutralizar nuestra primordial impotencia, la muerte, pero en vida se cultiva sentirse un dios. Todo se puede controlar, la vida o la muerte; si se exprime un entorno natural, como la Tierra, ya habrá otro planeta al que trasladarse para seguir con el expolio hasta agotarlo. Se puede revivir lo que se ha extinguido, porque poder hacerlo confirma nuestro dominio, y hasta inyecta, cual anabolizante, ilusión de infalibilidad. Se está por encima de cualquier especie, se la mate hasta extinguirla o se la reviva. En nuestro Occidente supuestamente secular aún pervive la idea abrahámica de que sólo el ser humano posee conciencia -o alma-, y que eso nos ha otorgado derecho a gobernar el mundo. Nuestra suficiencia es proporcional a nuestra inconsciencia. Estamos separados de las otras especies y de la naturaleza. Esta es un mero suministro de recursos, un paisaje decorativo, u obstáculos que suprimir o superar. Nada de lo que se haga con la naturaleza tiene consecuencias graves porque se repone ella sola, como hay reponedores en un supermercado. No somos parte de la naturaleza, nos aprovechamos de lo que nos surte. Es género a nuestra disposición. Somos a la vez seres vacíos y seres atiborrados y nos seguiremos atiborrando hasta que la comida se agote, y si hemos convertido en una tierra baldía todo lo que queda fuera de nuestro comedor, y lo llamamos necesidad, bueno, por lo menos así pensaremos que no se nos puede culpar, pues a nosotros nunca se nos puede culpar, para eso somos los Humanos. Se ha acentuado en estas décadas una forma de habitar la realidad como un gran supermercado y un parque de atracciones, como señalaba Jean Baudrillard en America. Y es inagotable, porque así lo percibimos, y así lo percibimos porque necesitamos que así sea.

Estamos todos enganchados al technium. Sal a una calle de una ciudad cualquiera y cuenta el número de personas que caminan con los ojos pegados al smartphone. Siéntate en cualquier cafetería y observa cuántos niños de dos o tres años están mirando una pantalla en lugar de los ojos de unos padres igualmente adictos al ciberespacio. Estamos atrapados en una red y no tengo claro que, si quisiéramos, pudiéramos escapar de ella. Da lo mismo, pues no queremos. A veces me da escalofríos comprobar la absoluta disponibilidad con que aceptamos casi cualquier cosa que el mundo digital nos lance, sin preguntarnos cuáles serían sus consecuencias.

Las nuevas tecnologías son el humo que nos ciega con su mullida apariencia, sobre todo por el estado proclive a que nuestra vida se complemente con ellas. Son el espejismo que nos hace sentir que todo es posible, porque convierte a la relación con la realidad en un menú de aplicaciones que propicia las gestiones y funciones prácticas y recreativas que reducen las dificultades y los esfuerzos, encapsulados en la burbuja de la ilusión de que nada se degrada, contamina y daña porque no son visibles para nosotros las consecuencias.Este mundo resulta tan domesticado y acomodaticio, tan lleno de mediaciones, que es como si algo importante hubiera desaparecido, perdiéndose entre las baldosas. Vemos los edificios que posibilitan nuestra comodidad pero somos ignorantes, o nos despreocupa, que no quede superficie sin edificar (el suelo no es natural, sino funcional, es lo que pisamos y lo que nos mantiene estables). Estamos desconectados gracias a la hiperbolización de las múltiples conexiones virtualizadoras. Nos hemos puesto en manos de los gestores de la rentabilidad y la funcionalidad. Nos hemos aislado con unas gafas que no ven en tres dimensiones sino con las anteojeras de la visión conveniente, la mirada que no sabe que cierra, e incluso, aprieta los ojos. Por ejemplo, si alguien recibe algún reproche por arrojar plástico en un entorno natural se justifica con que no va a ser responsable de la degradación de la naturaleza porque, convenientemente, no ve su acto como integrante de una suma de actos semejantes, de un conjunto. Se aisla, y niega su responsabilidad, neutraliza el efecto de sus acciones. Confesiones de un ecologista en rehabilitación es un acto de resistencia contra ese virus de la negación. Sus incisivas y agudas reflexiones intentan perfilar la brecha que reviente nuestra burbuja de aislamiento.

La burbuja es la ilusión de aislamiento que nos hemos creado. La burbuja es lo que nos ha situado en una categoría supuestamente distinta a la del resto de especies del único planeta que tenemos o que es probable que vayamos a tener. La burbuja es la civilización. Tomemos en consideración las estructuras sobre las que se ha construido esa burbuja Sus cimientos son geológicos: carbón, petroleo, gas; luz solar de millones y millones de años arrancada a las profundidades de la tierra, ardiendo sin reparos. Sobre ellos se levantan estratos formados por una avalancha de horrores; granjas avicolas de explotación masiva, mataderos industriales, arrecifes dinamitados, montañas agujereadas, suelos agotados. Sobre todas esas capas invisibles, en la cima, nos encontramos nosotros, ignorantes, o ajenos a todo lo que sucede por debajo, pidiendo a las autoridades que todo siga tal y como está. (…) el ser humano lleva a cabo todos los malabarismos intelectuales necesarios para no mirar directamente las cosas que entran en conflicto con su conocimiento de lo que le rodea. Hoy estamos hasta el cuello al mantener la negación de lo que hemos provocado y de aquello en lo que nos hemos convertido.