Si ya de por sí es inevitable caer en la tentación de comparar una adaptación cinematográfica con respecto a su original literario, en especial si se trata de una obra cumbre de la literatura como la novela de Gustave Flaubert, también lo es equipararla a las otras versiones llevadas a la pantalla, que han sido varias, aunque las más destacables son la que realizó Vincente Minnelli en 1949 con Jennifer Jones o la que Claude Chabrol rodó en 1991 y que protagonizaba Isabelle Huppert.

Porque la adaptación de Sophie Barthes lejos de proporcionar una nueva mirada del texto más bien se acaba quedando en una suerte de ilustración de la misma, aunque realizada con gran corrección formal. Una nueva revisión que presenta a la heroína como un personaje abocado a las circunstancias de la época, cuando el papel de la mujer se reducía al ámbito doméstico, algo que también está presente en el texto de Flaubert, si bien las diferencias residen por otro lado en el romanticismo que desprendía el original literario, con una Emma Bovary más pasional, más soñadora, más voluble.

 

Sin embargo, y a pesar de que la adaptación sigue con bastante fidelidad el texto, esa fogosidad, ese ímpetu, esa pasión que desprendían el personaje literario parecen aquí más apagados, en parte por un tratamiento excesivamente contenido, de ahí la frialdad que en cierta manera desprende el film. Casi como si la cineasta hubiese navegado en esa dicotomía de sujetar la tensión emocional del relato con el fin de evitar caer en la sensiblería, en la ñoñez, atributos que pueden surgir con facilidad si no se domina la dramaturgia de un relato de estas características. Un relato por otra parte con la dificultad añadida que acarrea a la hora de trasladarlo a la pantalla por sus numerosos registros, con tantos matices, porque es además la expresión, el reflejo, la crónica si se quiere, sobre una catarata de sentimientos, de emociones, donde la agitación interior genera a borbotones estados de ánimo contrapuestos que van de la exaltación al desasosiego, de la turbación a la inquietud, rasgos por otro lado tan característicos de la literatura decimonónica.

Algo que se hace extensible a la propia interpretación que, aunque Mia Wasikowska demuestra una vez más su gran capacidad dramática, también es cierto que desempeña una interpretación muy comedida. Al igual que el resto del reparto, en especial el poeta Leon Dupuis a quien pone rostro Ezra Miller o Logan Marshall-Green en su rol del aristócrata quienes en la novela se muestran mucho más apasionados con la protagonista, frente a Henry Lloyd-Hughes quien encarna con mesura al estoico e insulso Charles Bovary porque el personaje es así, o Rhys Ifans quizá del elenco el que hace gala de una mayor fuerza expresiva en su papel del inquietante comerciante Monsieur Lheureux.

 

Por todo ello la Madame Bovary de Barthes acaba quedándose en un sólido fresco de impecable factura visual que se ve con mucho interés, aunque se le eche en falta un poco más de vehemencia.