Mi hija, mi hermana es el debut en la dirección de Thomas Bidegain, quien hasta la fecha había estado en un segundo plano como guionista, sobre todo de algunas de las películas de Jacques Audriard, como Un profeta, De óxido y hueso o Dheepan, a parte de otras producciones francesas. La relación con Audriard se hace muy evidente en su primera película como director, si bien más en lo concerniente a un plano discursivo y argumental que en tanto a la puesta en escena, lo cual denota que Bidegain ha buscado su propia mirada visual a la hora de dirigir.

La película comienza en el este de Francia en una reunión de amantes del country, de ahí el título original, Les cowboys, mucho más sugerente que el descriptivo con el que se estrenará en nuestras salas. Se produce una primera extrañeza cultural a la vez que permite a Bidegain, sobre todo para lo concerniente a la primera parte de la película, introducir el western (Centauros del desierto, aunque sea de soslayo, está presente en la narración de modo referencial, en la lejanía, durante una parte del metraje). Durante ese inicio en la fiesta, Kelly, la hija de Alain (François Damiens) y Nicole (Agathe Dronne), desaparece sin dejar rastro. Los padres descubren que tiene un novio de origen árabe del que no sabían nada; también, al revisar sus cosas, que escribe en este idioma. Esta especie de prólogo termina para situarnos años después, con la familia descompuesta, con el padre obsesionado en seguir las pocas pistas que pueden conducirle a su hija. Separado de su mujer, se apoya en su hijo quien, ya mayor, comienza a observar que su padre está perdiendo la cabeza hasta que algo sucede que rompe la narración y la conduce por otros derroteros, centrándose, entonces, en la búsqueda por parte del hermano, más mesurada, pero casi igual de obsesiva, que le lleva a Oriente para finalmente regresar a Francia.

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Entre esas dos partes, Mi hija, mi hermana, en realidad esconde varias películas que confluyen y se retroalimentan, aunque no siempre en la medida correcta. La parte dedicada al padre es excelente en general, por sombría, triste, casi desalmada, con un hombre desquiciado y sobrepasado por unas circunstancias que no entiende y que caen sobre él como una losa. En la segunda, más lumínica, busca el contraste con la anterior, pero el argumento se vuelve cada vez más enrevesado y surgen algunos giros de guion que no se entienden bien o resultan forzados, muy enfáticos para el discurso de Bidegain. La historia de una familia rota que intenta reconstruirse y debe enfrentarse a una cuestión que no comprende, que una hija haya sido durante tanto tiempo una extraña en casa, que haya optado por abrazar otra religión y prácticamente renegar de su familia, acaba diluyéndose en una historia que tiene sus mejores bazas en esa primera parte en la que el padre lucha contra todo y todos, contra sí mismo, para localizar a su hija. Es entonces, cuando se percibe con más fuerza y claridad la ruptura tanto interior de los personajes como de la familia. También para lanzar una visión general sobre un tema que no es anecdótico, sino que está sucediendo y no solo en Francia.

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Bidegain consigue dirigir la película con solidez, con unas imágenes limpias y bien construidas, que se centran en los personajes pero atienden al contexto en el que se mueven. Las cuestiones geopolíticas quedan reveladas mediante esta búsqueda, y aunque Bidegain acaba conduciendo el relato hacia lo evidente, cierra la película con una magnífica secuencia que explica muchas cosas y sin necesidad de subrayados. Pero a pesar de la irregularidad de la propuesta, Mi hija, mi hermana, que no pretende dar la última palabra sobre el problema, resulta realmente interesante a la luz de la actualidad. Plantea preguntas antes que da respuestas, busca un relato humano antes que político –aunque el comentario surja bajo la narración- y lo hace mediante una película que va moviéndose de la oscuridad a la luz, que presenta algunos de los tics de ese cine francés que se mueve entre lo comercial y el cine de autor –al modo de Audiard, pero todavía, en cuestión visual, sin su personalidad-, y que a pesar de su irregularidad, desprende una honestidad que acaba funcionando a la hora de empatizar con la historia y los personajes.