El día 24 del mes en curso, asistí al pleno de la Asamblea de Madrid dónde se trató, tras la comparecencia del Consejero de Bienestar Social e Igualdad, Alberto Reyero, (de Ciudadanos)  la violencia de género en esta Comunidad. De nuevo, el tripartito de la extrema derecha PP, VOX y Ciudadanos, volvieron a enmascarar, de una manera y otra, el significado de la violencia de género, con denominaciones que no le corresponden en absoluto al acto de la violencia que ciertos hombres ejercen contra las mujeres. Desde hace dieciséis años vengo explicándolo, pero lo volveré a hacer, para  enseñar al que no sabe, o no quiere saber.

Cuando la denominación se limita a definir el concepto no hay motivo de confusión. Las dificultades empiezan cuando se pretende eludir o disimular el concepto ideológico de la acción que se define.

La violencia que ejercen los hombres contra las mujeres no proviene de la masculinidad como si fuera una maldición genética irresistible; tampoco se puede hacer responsable de la conducta violenta del varón hacia sus congéneres, las mujeres, al ámbito donde el delito suele con más frecuencia cometerse, que es el ámbito doméstico; y de ahí deducir que la violencia es “doméstica”. Por último, tampoco puede atribuirse a los vínculos familiares la responsabilidad que corresponde a las personas de un sexo, el masculino, cuando se arrogan la prerrogativa de maltratar a las del otro, llegando incluso a causarles la muerte; y por tanto la denominación de violencia familiar debe desecharse.

Equivocarse en la denominación puede ser un error inocente. Pero puede ser también una manipulación intencionada para llevar a una mayor confusión al ya de suyo complejo fenómeno social de la violencia sexista. Conviene, por tanto, aclarar los fundamentos racionales que nos hacen insistir en llamar a las cosas por su nombre, sin admitir subterfugios que diluyan, minimicen, confundan o distorsionen una realidad social como la violencia contra las mujeres, de tal magnitud, que ya en 1980 fue considerada por las Naciones Unidas como “el crimen encubierto más numeroso del mundo”.

Empezando por eliminar lo que no es, llegaremos a fijar el concepto de lo que realmente es. Así pues, denominar a esta forma de violencia como doméstica, es tanto como responsabilizar de la acción delictiva al ámbito donde suele desarrollarse, excluyendo por tanto como acciones violentas de éste delito a las ejercidas en lugares ajenos al doméstico; además la autoría del delincuente no se evidencia de esta denominación al uso; que deja enmascarado el hecho evidente de que de lo que se trata es de la violencia ejercida contra las mujeres por algunos hombres. A esto se llama minimizar generalizando, y es un modo tan efectivo de manipular el concepto, que se llega al extremo de contabilizar dentro de la violencia doméstica el suicidio cometido por el hombre después de haber matado a su mujer (como hace tiempo contenía las estadísticas oficiales el Ministerio del Interior) vayamos ahora a la denominación de familiar (“Violencia Familiar”). Es claro que la familia como institución no es un dechado de perfección. Como cualquier otra construcción humana está plagada de defectos; pero de ahí a ser ella en sí misma la protagonista de la agresividad, la tortura y el maltrato a las mujeres, media un abismo. Si calificamos a éste tipo de violencia con el apelativo de “familiar”, enturbiamos intencionadamente la realidad, al escamotear de nuevo la atribución de la autoría del hecho; por que si se tilda a la violencia de “familiar” se estará englobando en el concepto delictivo a todos y cada uno de los miembros de la familia, excluyéndose por el contrario a los no vinculados entre sí como parientes; al generalizarse de ésta manera, se está ocultando una vez más la realidad, ya que bajo éste rótulo el autor del delito podrá ser el hombre o la mujer, el hermano o la hermana, el abuelo o la abuela y así hasta donde se quiera llegar. No podemos perder de vista que a la hora de designar, nuestro objetivo es el de definir la violencia que soportan las mujeres, evitando la utilización de términos verbales que sirvan para minimizar, confundir o enmascarar el fenómeno social del que se trata. Si se sigue no obstante insistiendo en el concepto de “familiar” como generador de la irracional violencia, habría que ir pensando en eliminar de un plumazo una institución que resulta tan cruenta en la práctica.

Tampoco sería correcta ni justa, la expresión, a veces utilizada, de “violencia masculina contra las mujeres”; porque ésta formulación engloba al conjunto de los varones en la comisión del delito, y aunque en proporción minoritaria, también hay hombres capaces de considerar a las mujeres como su congénere, un ser humano con sus mismos derechos, merecedora de la consideración y el respeto que para sí mismos reclaman si bien sean pocos todavía los hombres que se han alineado en la militancia feminista activa contra la violencia de género o sexista.

Por fin llegamos a la correcta denominación de la violencia que ejercen algunos hombres, demasiados hombres, contra las mujeres. Es una violencia de género, o si se quiere una violencia del fundamentalismo sexista, en el sentido que a continuación se indica.

El género no es un producto natural, si no un concepto cultural, un artificio lingüístico creado por el hombre; del cual el propio hombre se ha valido para tener y retener el poder dominante, repartir funciones y establecer la discriminación entre las personas de diferente sexo (que sí es, por el contrario, una distinción de orden natural). Pues bien, lo absurdo e injusto ha sido tomar la pertenencia de las personas a uno u otro sexo biológico, el masculino y el femenino, para atribuirles funciones dispares en la organización social, es decir confiriendo a la circunstancia del diformismo sexual el carácter de representación, cifra y compendio de una diferenciación de género entre las personas en orden a su inserción en la vida social. La aplicación a “las personas”, de una distinción de género, que es lo que en el idioma diferencia a “las cosas”, para referirnos a ellas ha sido la aberración cometida por el hombre a la hora de arbitrar una organización social.

El sexo es una condición legítima impuesta por la naturaleza en su dinámica evolutiva, contra la cual por tanto nada cabe argüir, ahora bien, deducir de las diferencias biológicas naturales consecuencias discriminatorias en el plano humano racional y en el orden del comportamiento sociológico de las personas como tales, es tanto como rebajar la condición humana a la pura animalidad.

El diformismo sexual no debió nunca elevarse al rango de la contraposición de “géneros” tratándose de personas que pertenecen a un solo género: el género humano. Pero el apresuramiento y la artificiosidad del hombre en sus propósitos organizativos hizo que la distribución de funciones y todo el engranaje social fuese un puro reflejo de la distinción entre los sexos: ellos determinarían las cualidades, privilegios, renuncias o valores, y en definitiva la personalidad de cada cual mediante el consabido adoctrinamiento en función de uno u otro genero.

Asociado a la masculinidad está el valor, el dominio, el control, el ejercicio de la razón, la conquista, la independencia, la libertad, la pasión, etc. Al género masculino pertenece el mundo sin limitaciones. Asociada a la feminidad esta el temor, la sumisión, la obediencia, la intuición, la dependencia, la seducción, etc. A ella pertenece el mundo de lo privado, el hogar, el cuidado y atención de los hijos y el varón.

Los tiempos han cambiado, pero las enseñanzas del sistema patriarcal perviven acomodados a los nuevos sistemas sociales, y la realidad salta cada día a las pantallas y a la prensa escrita con más o menos acierto en todos los medios de comunicación. La violencia universal de género del prepotente sobre la sometida, es una jerarquía de poder, además de una vulneralización de los derechos humanos de las mujeres.

Hay hombres que no golpean, que no maltratan a las mujeres, y hay mujeres que se escapan de sufrir la violencia sexista, muy pocas por cierto. Así es, porque la contribución del género es formativa y cabe rechazarla por un acto de voluntad “a pesar del peso cultural secular” salvo que el hombre y la mujer hayan aprendido a vivir con la violencia desde su más tierna infancia en la familia de origen.

Si no huimos de la realidad podremos combatir el fundamentalismo de la violencia sexista con éxito, de otra forma solo se logrará añadir un error a otro. La confusión de cifras y la inadecuación de las políticas solo podrán satisfacer a quienes hacen que hacen sin hacer nada.

 

Ana Mª Pérez del Campo Noriega es presidenta de la Federación Nacional de Asociaciones de Mujeres Separadas y Divorciadas