Ni bolardos, ni más controles policiales, ni mejor coordinación entre las distintas fuerzas de seguridad, el arma que más temen los radicales, es un abrazo como el que le dio el padre del niño de Rubí fallecido en el atentado, al  imán de su ciudad. Javier Martínez, así se llama este hombre incapaz de odiar. “Comparto el dolor con los familiares de los terroristas. Lo comparto. Somos personas. Somos muy, muy, muy, muy personas. No estoy hablando como si estuviera drogado. No tomo ningún tipo de pastillas: no las necesito. Estoy hablando con el corazón”. Una declaración más peligrosa para los integristas, de todos los colores y religiones, que los miles de bombardeos realizados hasta ahora por las fuerzas “aliadas”.

No es nada nuevo decir que dramas como las guerras o como el que provocan los atentados, que no dejan de ser guerras no oficiales, sacan lo mejor y lo peor de los seres humanos. Los miserables lo son más que en los tiempos de paz; los buenos, los Javieres Martínez, traspasan la heroicidad. Mientras Javier necesitaba abrazar a un musulmán, consciente del miedo que les provoca que alguien cometa una atrocidad en su nombre, otros necesitan escupir el veneno que generan sin cesar sus glándulas antipersona.

Las redes sociales se han convertido en la pizarra que muestra las mezquindades de unos y el mal llamado buenismo de otros. El anonimato y la inmediatez son una combinación a veces letal, otras fascinante. En todo caso, la muestra más certera de cómo es nuestra sociedad.

Y los políticos, algunos políticos, poco han tardado en dejar el luto para proseguir con la eterna campaña. Unos desprestigiando la labor de los mossos o el uso del catalán; otros acusando al estado de hacer política con la seguridad. Ambos usando el dolor prestado en su propio beneficio. Ninguno dispuesto a dar un abrazo, a ponerse en la piel del otro, a ser muy, muy, muy, muy personas.