En la clase de religión del colegio me enseñaron que una de las buenas obras que había que hacer para ser bienaventurada era visitar a los enfermos. Me llamaba la atención, porque era algo relativamente fácil para tan magno precio, nada menos que una bienaventuranza. O eso era, al menos, lo que pensaba entonces.

Con el tiempo, con religión o sin ella, visitar a quien estuviera en un hospital, o convaleciente de alguna enfermedad, seguía siendo una buena acción y continuaba resultando sencillo. Hasta ahora.

Cuando hace un año llegó el maldito coronavirus a nuestras vidas para volverlas del revés, nos horrorizamos con la estela de muerte y sufrimiento que dejaba a su paso, pero no pensamos hasta mucho más tarde en otra cosa que traía consigo como una crueldad extra: la soledad. El virus nos condenaba a ella sin que pudiéramos hacer nada por evitarlo. Y eso, que es malo en la salud, es espantoso en la enfermedad.

Se acabó lo de visitar a las personas enfermas. Hasta el punto de que la buena acción ya no es hacerlo, sino omitirlo. Hay que aguantarse las ganas de ver a nuestros padres, a nuestra amiga, o nuestro hijo o a nuestra hermana, aunque estén sufriendo o a punto de morir. Hay que resistirse a los besos, a los abrazos y a cualquier otra muestra de cariño o de consuelo, porque pueden resultar fatales. Terrible.

Y lo peor es que este horrible extra que ha traído el covid ha sido tan contagioso como él mismo. A la fuerza. Se restringen las visitas a hospitales, el acompañamiento a las consultas, la asistencia a los sepelios. Da igual que sea por coronavirus o por cualquier otro mal, la condena a la soledad es similar. Se agoniza en soledad, se muere en soledad, se entierra en soledad. Así de duro.

Ni siquiera podemos reunirnos con apenas nadie, ni hablar en el transporte público o en otros espacios, sin que nos culpen del aumento de contagios. Como si fuera una plaga bíblica.

No sé qué será de nuestras vidas el día de mañana. Ya hace tiempo que desterré la ilusión ingenua de que de esta saldríamos mejores, pero lo que está claro es que saldremos diferentes. Y no solo por las secuelas de la enfermedad y las pérdidas, sino también por la soledad. Una soledad que se ha convertido en la peor compañera de camino. Y, muchas veces, en la única.

Ojalá pronto podamos enviarla al destierro.

 

SUSANA GISBERT

Fiscal y escritora (twitter @gisb_sus)