Todo apunta a que presentarse como Juan Soto a secas le parecía poca cosa, por lo que debió optar, a ver si colaba, por acogerse al privilegio tácito de que gozan los grandes literatos de la lengua española, consistente éste en la posibilidad de hacer valer los dos apellidos. Quizá pensó —equivocadamente, porque “Pérez” y “Reverte” son un mismo apellido— que, si a otros cuñados littericidas les había funcionado, por qué a él no. El caso es que, fíjense qué curioso, ni Rosa Chacel, ni Ana María Matute, ni Mariana Enríquez, explotaron nunca sus comercialmente explotables apellidos maternos, más allá de que éstos proviniesen de sus abuelos. El ejemplo no es ni el más obsceno ni el más relevante, pero es ilustrativo de las barreras, invisibles para el resto, otras mujeres incluidas, que ellas encuentran conforme van adquiriendo “grados de libertad” en el espacio público.

Bien es cierto que el nombre de las escritoras es paradigmático del modelo patrilineal de entrada en la modernidad, con un sistema patronímico que logra extender el derecho feudal de propiedad, por el que el marido toma el relevo del padre en la posesión de la mujer, lo que contribuye a sentar las bases para que éstas ocupen el espacio público de manera dependiente, quedando condenadas a dos opciones: o comparecen en él bajo tutela, o lo hacen de prestado. Es en ese sentido que podemos afirmar que las democracias modernas se fundamentan en lo que viene a llamarse Patriarcado, lo que nos da derecho a tachar de imbéciles sin necesidad de confrontación a negacionistas de cualquier condición: la modernidad es tal si mandan los hombres en el espacio público, y sobre esta base de desigualdad se levantan los procedimientos deliberativos propios de las democracias que buscan conciliar el principio de igualdad.

Eso no quita que la contradicción salte a la vista, pudiéndose asemejar al procedimiento experimental que se sigue para llegar a una vacuna con la que aniquilar ciertos virus: en un principio, combatir democráticamente la desigualdad deberá implicar producirla antes socialmente. Dicho de otro modo, el “problema” de la igualdad no podía plantearse en aquellas sociedades regidas por los derechos de propiedad de la aristocracia, como las del Antiguo Régimen, sino que tenía de alguna forma que provocarse, convirtiéndose ello en uno de los principales aportes de la Ilustración. Lo que se percibe de forma particularmente clara en Rousseau, a quién suele recordarse por conceptualizar la educación moderna o el contrato social, en la misma medida en que se obvia que ambas aportaciones se erigen sobre una noción de familia en el interior de la cual la naturaleza dicta a la mujer su sujeción al hombre: frente a ello, ¿qué necesidad de aprender tendrán aquellas personas condenadas por su sexo a seguir los dictados de la naturaleza? La familia moderna nace así como reducto desde el que reproducir espontáneamente la desigualdad, una especie de mal menor sobre el que levantar democracias que no dejan de morderse la cola que representa la igualdad.

Desde esta perspectiva, el salto hasta estos últimos días de 2025 no parece ya tan exagerado. Por supuesto, se han producido grandes avances, primero en lo que respecta a la igualdad biológica, y luego, tras una larga travesía llena de vaivenes, a la jurídica. Pero es ahora, precisamente por la confusa cohabitación entre libertades libertinas, liberticidas, libertarias, y también, por supuesto, aquellas económicamente criminales, que se dan las condiciones para que afloren, como si no hubieran existido antes, los topes de cristal que limitan la libertad de las mujeres jurídicamente libres, biológicamente iguales a los hombres.

En efecto, la separación entre espacio público y privado sigue siendo el fundamento de nuestro modelo de organización social, lo que significa que niñas y niños llegan a la escolaridad obligatoria con una carga socializadora espontáneamente consolidada con anterioridad en la familia, desde la que, desde el nacimiento, no se empuja a unas y otros a ocupar de la misma forma según qué espacios. Aquí resulta ilustrativo observar los mecanismos de perpetuación de las élites económicas, por ejemplo a través de las grandes empresas familiares, pues permiten visualizar de manera privilegiada la oposición antagónica entre espacio público y privado: si bien la fundación de la empresa se relaciona con una identidad burguesa, su continuidad se aproxima más a la aristocrática, con una patrilinealidad que se extiende incluso de los hijos varones a los yernos. Cualquiera entiende que es su condición de varón la que les lleva a ser socializados en la competitividad, no que la competitividad se encuentre en los genes de los hombres.

Es, pues, en la familia donde los niños obtienen muchas de las ventajas que les llevarán a afirmarse sobre las mujeres, teniendo éstas poco que ver con la capacidad de aprendizaje técnico, científico o instrumental que promueva la escuela, y mucho con condicionantes de la libertad individual, como la actitud, la seguridad, la legitimidad con que se ocupa el espacio público. Por eso son los hombres los que piropean a las mujeres por las calles, aunque hacerlo sea asimismo legal para ellas; y por eso también ellos conducen coches más grandes que los de ellas, aunque ellas sean libres de elegir el tamaño que les dé la gana. A estas alturas habrá quedado claro igualmente que el discurso cuñado-meritocrático no sólo es de derechas, también es apestosamente machista. La legalidad es condición sine qua non para el ejercicio de la libertad, de ningún modo su garantía.

Por todo lo anterior, me niego a confundir el cuñadismo nocivo de personajes como Soto con el fascismo. El cuñadismo es consustancial a tener voz y canales de difusión para llegar a un auditorio potencial, y consiste en la exhibición de un razonamiento deficiente y anticientífico. Por ello, es también consustancial a las sociedades libres, en las que alguien puede declararse antivacunas y, a la vez, negacionista de la violencia contra las mujeres.

La tesis (sic) de Juan Soto queda invalidada sin necesidad siquiera de descargarse el libro con el Emule (seguro que a él no le importa, ni que hubiera eructado 448 páginas de limitación sexista de derechos para forrarse): si decíamos que la modernidad es tal si mandan los hombres y que los hombres son socializados en la competitividad, parece lógico pensar que los haya que recurran a la violencia cuando no puedan imponerse por las buenas, siendo saludable para una democracia que las mujeres busquen amparo en la justicia. ¿Se ha preguntado el autor por qué en Arabia Saudí no hay tantas denuncias falsas?

Pero que nadie se preocupe, que seguro que encontramos respuestas en la metodología de investigación, donde se encontrará, sin duda, el verdadero meollo del libro. Para abordar las denuncias de violencia machista, asume Soto una postura frívola respecto al derecho a denunciar, más o menos como haría una aseguradora automovilística. Desde luego, el mensaje se entiende a la perfección (“la denuncia es un todo o nada, así que piénsatelo bien”), y es claramente negador de derechos, como quien argumentaba hace 20 años que el matrimonio homosexual abría las puertas a quienes buscaban beneficios fiscales.

Sin embargo, es el diseño de investigación lo que realmente haría las delicias de mis alumnas de Métodos: por medio de un muestreo monoetápico a la carta, extrae la causalidad subjetiva de un puñado de entrevistas espontáneas a gente que supuestamente trabaja en el ámbito de los juzgados, para alcanzar una generalización propia de la estadística descriptiva (pero en ausencia de ésta, claro). Y es ahí donde Juan Soto exclama ¡eureka!, porque, a través de esta especie de inducción invertida, ha logrado obtener unos resultados igualmente a la carta, los cuales, por descontado, exhibe con orgullo y suficiencia: “un 20% (o 30, los mismo da) de las denuncias son falsas”. Ni sesgo de confirmación ni nada, “cuñadismo anecdótico” y tan felices.

Eso sí, no negaré a Soto el meritazo de haber conseguido no sólo fomentar la lectura entre el público de extrema derecha, sino incluso haberles logrado canalizar el odio hasta llevarles a hacer algo tan productivo como escribir reseñas en Amazon. ¡Chapeau!

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