WhatsApp llegó a España hace 15 años, a principios de 2010, pocos meses después de su puesta en marcha en EEUU. Por entonces las grandes compañías telefónicas vivían de la ceguera de cobrar una pasta por un simple SMS y se dejaron sorprender por este tipo de aplicaciones, que inmediatamente redujeron esos beneficios a cero.
Hoy, alrededor del 85% de la población adulta española utiliza WhatsApp de manera regular, lo que supone más de 30 millones de personas. En 2023 alcanzó una penetración del 89.7% entre los usuarios de smartphones. Casi el 70% lo utiliza a diario para enviar mensajes instantáneos.
Estos son los poderes de la compañía Meta, antes Facebook, y su dueño, Mark Zuckerberg, que controla los suspiros y las esperanzas de los españoles. Porque no olvidemos que es suya desde el 19 de febrero de 2014, después de pagar 19.000 millones de dólares.
Los expertos en seguridad informática insisten siempre en que no debe usarse para transmitir información esencial, que no está garantizada, a pesar de que se dice que los datos están cifrados de extremo a extremo. Cierto, pero recopila información sobre contactos y ubicación y los mensajes, aunque se borren del servidor, siguen estando en cada teléfono.
Además, su uso vía web, en ordenadores y tabletas, añade otra capa de inseguridad, pues esas instancias permanecen abiertas, a disposición de quien esté delante de esa pantalla. Yo uso WhatsApp, por supuesto, pero si fuera fiscal general de Estado o un simple agente de la Guardia Civil o la Policía en vigilancia, procuraría manejar otras aplicaciones de mensajería más seguras, como Signal, aunque sean mucho menos populares.
He leído que recientemente un científico francés fue interceptado en el aeropuerto de Houston cuando intentaba entrar en EEUU y expulsado tras comprobarse la existencia de mensajes personales considerados peligrosos contra el presidente Trump. Como puede comprobarse, no están los tiempos para tonterías.
Ningún funcionario público que maneje datos sensibles debería usar WhatsApp en el desempeño de sus funciones, por incómodo que resulte. Sin embargo, me consta que todos lo hacen, empezando por el presidente Sánchez, que intercambia mensajes con sus ministros y homónimos europeos. Ahí queda el rastro y, por lo tanto, una posible investigación judicial, con jueces deseosos de trabajar.
Dos teléfonos. Esa puede ser la solución. O, al menos, dos tarjetas SIM. La oficial, con comunicaciones estrictamente profesionales y usando aplicaciones totalmente seguras y fuera del radar norteamericano. La personal, donde cada cual puede hacer lo que considere conveniente y ninguna autoridad puede solicitar su inspección sin atacar los principios de protección de la intimidad. Es mi teléfono y hago con él lo que me parece oportuno. Esa barrera puede ser fundamental para evitar problemas futuros como, sin duda, habrá pensado algún funcionario policial al ser investigado por sus actividades.
De hecho, es sorprendente la facilidad con que los medios hablan del uso de WhatsApp por parte de personas concretas, como si hubiera un deber inalienable de manifestar su contenido, lo cual vulnera el sagrado derecho de la confidencialidad de las comunicaciones, sea quien sea el propietario del teléfono.
Los expertos en seguridad informática siempre lo dicen: el eslabón más débil es el usuario, con sus modos y formas de actuar y los que buscan fisuras lo saben y acaban encontrando el modo de romper la intimidad del investigado. Es cuestión de tiempo y de esperar el momento adecuado.