No hace mucho, al hilo de la vuelta al cole, hablaba sobre el bullying. Decía entonces que es un tema muy preocupante del que solo parece que nos acordamos cuando ocurre un hecho terrible.

No me equivocaba, por desgracia. La muerte de Sandra, esa niña de 14 años que se ha quitado la vida en Sevilla, ha sido ese hecho terrible. Sandra se arrojaba al vacío, en sentido literal y figurado, porque no aguantaba más. Pero, sobre todo, porque nadie puso fin a su sufrimiento por más que clamó por ello.

Cuando sucede algo así, la gente se lleva las manos a la cabeza, y se pregunta si no hemos avanzado nada, si no es cierto que hoy en día hay mucha más concienciación y protocolos que aquellos tiempos en que insultar a la gordita, al gafotas, a la empollona o al mariquita se consideraban cosas de niños en las que no había que meterse.

Y si, hemos avanzado, pero mucho menos de lo que deberíamos. Porque, en realidad, nos falla la base. Hoy todo el mundo condena esos hechos, hay protocolos y preocupación, pero, en mi opinión, fallamos en el momento crucial, detectar e identificar los hechos. Y cuando les podemos poner nombre, ya es tarde.

Porque el bullying no solo es pegar una paliza, ni encerrar a un niño en un armario, o quitarle la ropa, la comida, o sus cosas. Eso es lo fácil de ver. Pero las cosas no empiezan ahí, Comienzan con insultos, con burlas, con aislamiento, con ostracismo, con gestos que hacen que el niño o la niña acosada acaben creyéndose que no valen nada. Y siguen in crescendo, amplificadas hoy en día por las redes sociales, hasta que para quien lo sufre la vida se convierte en un infierno.

El problema es que miramos lo que sucede a los críos o adolescentes con ojos de personas adultas. Y quitamos importancia a hechos que para nosotros tal vez no la tengan, pero para ellos es un mundo. Porque en esas edades no ser aceptada en n grupo, ser tratada como diferente o ser excluida de las actividades comunes es una auténtica tortura.

Por otro lado, ningún colegio quiere ser estigmatizado. Es mejor mirar hacia otro lado y dejar que las cosas se solucionen por sí mismas que ser señalado como un centro donde ocurren “esas cosas”. Y la solución, si llega a haberla, es exactamente la contraria de la que debería: es el niño o la niña acosado quien acaba cambiando de colegio como un tumor que conviene extirpar para que el cuerpo siga funcionando con normalidad. Y esa normalidad no es otra que dejar que quienes fueron los acosadores se salgan de rositas.

En todos los casos de acoso escolar que he conocido, que no son pocos, el niño o niña acosado es el que ha acabado solo, estigmatizado y con una mochila para toda su vida de la que los acosadores ni siquiera llegan a ser conscientes.

Solo cuando ocurre lo que ha ocurrido con Sandra, se despiertan todas las alarmas. Pero para ella, por desgracia, es tarde. Y lo único que podemos hacer por ella y por su familia es lo que precisamente han pedido, que no la olvidemos.

Por eso le dedico este artículo.

SUSANA GISBERT
Fiscal y escritora (@gisb_sus)