Al final, siempre la misma pregunta: ¿quién paga la fiesta? ¿Quién se hace cargo de las decisiones erráticas, las estrategias prepotentes, los pulsos políticos mal gestionados o las reformas anunciadas a golpe de titular? Pues como siempre, usted y yo, el ciudadano de a pie, el autónomo, el pequeño empresario, la familia que reserva con meses de antelación para volar barato o que cruza los dedos para que no le toque una inspección fiscal.
Esta semana hemos sabido que el Ministerio de Hacienda ha tenido que provisionar 19.500 millones de euros —sí, ha leído bien— para hacer frente a devoluciones de impuestos y litigios fiscales perdidos. ¿Por qué? Porque saben que meten la mano en los bolsillos de los contribuyentes, que tensan los límites de la interpretación legal, que recaudan a golpe de autoliquidación sabiendo que luego vendrán recursos, sentencias, reclamaciones… Y como el dinero ya lo tienen, pues luego, si acaso, lo devuelven. Con suerte, con retraso y sin pedir disculpas.
Este año, esa cifra récord implica un impacto de 400 euros por ciudadano. No es una cifra menor. Es el coste de una fiscalidad que primero dispara y luego pregunta. Como si el Estado estuviera jugando a la ruleta rusa con el bolsillo del contribuyente: “dispara, que si no acierto, ya lo arreglaré más tarde… si me reclaman”.
Pero no es solo Hacienda. AENA, la joya aeroportuaria del Estado, también ha querido unirse a la fiesta. Subida del 6,5% en tasas aeroportuarias para 2026. ¿Y cuál ha sido la reacción de Ryanair? Recortar un millón de asientos. Porque, claro, en este juego de trileros, el pasajero es la bolita que siempre acaba pagando. Suben las tasas, se reducen las rutas, suben los precios… y lo llaman estrategia empresarial. Y por si alguien se olvida, AENA es una empresa pública, que reparte dividendos pero gestiona infraestructuras clave para la movilidad y el turismo. ¿A qué juega entonces el Estado cuando permite que decisiones empresariales recaigan sobre ciudadanos y territorios?
Porque la factura no se paga en los despachos de Moncloa ni en los consejos de administración de aerolíneas. Se paga en Galicia, en Canarias, en aeropuertos regionales que se quedan sin conexiones, en familias que tienen que pagar un 30% más por volar o en hosteleros que verán cómo se diluye la temporada baja porque Ryanair decidió que España ya no le sale a cuenta.
¿Y mientras tanto qué hace el Gobierno? Pues… redoblar la presión sobre el tejido productivo. Reducción de jornada a 37,5 horas. Subida del SMI. ¿Y si no me aprobáis esto? Pues os vais a enterar, vuelvo a llevarlo al Congreso. Y si no firmáis el acuerdo, da igual, lo apruebo igual. El diálogo social parece más un ultimátum que una negociación. La patronal advierte, las pymes se inquietan y los autónomos —los grandes olvidados— vuelven a apretar los dientes.
Hace solo unas semanas alertábamos del riesgo de un cuarto trimestre complicado para las empresas. Los costes acumulados, la inflación persistente, la caída del consumo… Y ahora, con más costes laborales, menos horas de trabajo y un entorno incierto, ¿de verdad alguien cree que las empresas no lo van a repercutir? ¿Que no afectará al empleo, a las contrataciones, a los salarios reales?
Porque detrás de cada “empresa” hay personas. Autónomos que trabajan 60 horas para sacar adelante un despacho, una gestoría, un taller. Profesionales que ganan un sueldo modesto y que a duras penas pueden cumplir con sus obligaciones fiscales, laborales y administrativas. A ellos también se les exige. A ellos también les suben los costes. Pero a ellos nadie les consulta. Ni les escucha.
Así que volvamos al principio:
¿Quién paga la fiesta?
El de siempre.
El que no sale en la foto.