Y allí estaba Sócrates. Encabezando los gritos bajo un paraguas al que aporreaba la lluvia madrileña de septiembre. Era él, sí. La misma bóveda de cañón en la frente sabia, la misma nariz chafada y respondona, las mismas barbazas navegables de acanto, como un capitel corintio irrumpiendo bajo el bigote académico, que se ven en el busto del filósofo expuesto en los Museos Capitalinos de Roma.

Era Sócrates, desde luego, y allí estaba, regresado de la cicuta, clamando como un Cándido Méndez —físicamente se dan un aire— que defendiera los derechos del alfabeto griego y todo ese mundo infinito de luz ática que cabe entre un alpha y un omega. Detrás de él, el múltiple Luis Alberto de Cuenca y varios centenares de profesores, padres y alumnos. Todos delante del ministerio de Educación. Todos pidiendo a Isabel Celaá que asegure el estudio del griego al margen del número de matriculados en los itinerarios de Humanidades y Ciencias Sociales. Porque, ahora, si hay menos de diez estudiantes, en las aulas no se imparte el aoristo.

Indiferentes a la túnica con jet lag de Sócrates, en la manifa había también cuatro o cinco periodistas cumplidores, y otros tantos fotógrafos aburriéndose con sus canones y sus nikon, que no ganarían el World Press Photo con aquello, no. Y un puñado de curiosos que, apenas advirtieron que no habría leña ni sangre, hundieron los móviles en los bolsillos y se fueron bajo los bostezos de lluvia de la policía.

Y, entretanto, Isabel Celaá, de fin de semana. Todavía no ha vuelto, aunque ya esté en su despacho. Mucho me temo que con la nueva ministra de Educación sucederá lo mismo que con sus predecesores. Es decir, que esta vez también les van a dar a Safo, a Isócrates, a Propercio y a demás jubilatas de la Antigüedad grecolatina. Julio César se quedará guerreando en las Galias contra Astérix y Obélix, Ovidio lloriqueando saudades de Roma en el culo del mundo (léase Ponto Euxino), Virgilio salivando su arma virumque cano y Sócrates abrazado a la pancarta huérfana del “Solo sé que no sé nada”.

El argumento principal para justificar este desdén es que el tiempo de aquellas momias pasó, y ya ni Cáritas acepta sus vendajes para mejorarlos en trapos. Que hoy lo real está en Silicon Valley y Wall Street y los jóvenes han de formarse para romper cuellos sin retortijones de conciencia en el mercado laboral y convertirse cuanto antes en la versión 2.0 del homo homini lupi de Plauto.

Porque desde párvulos, y gracias a los guetos escolares, cuya meta es adiestrar más que forjar ciudadanos libres, se les inculca la superstición de que existe una ortodoxia política, social y, sobre todo, económica fuera de la cual no hay salvación, y a los veinte años de pitiminí se dejan los bofes por defenderla.

Ítem más. Con el pretexto de que encontrarán un mejor puesto de trabajo si elijen carreras científicas o técnicas, se les dibuja el mapa del paraíso en un folio de los papeles de Panamá o se les representa bajo la forma de la manzana de Steve Jobs. Cualquier excusa sirve con tal de impedir que duden del orden natural de las cosas. Cualquier martingala vale para alejarlos de las ideas de Trasímaco, por ejemplo, un filósofo griego que ya sostenía que las leyes no las dictan los dioses, sino que son promulgadas para su propio beneficio por los que ejercen el poder. Tampoco es bueno que los adolescentes oigan hablar de la caverna de Platón, no vaya a ser que alguno se descubra encadenado; ni que lean a Sófocles, ese pueblerino que ya en el siglo V a. C. planteó la desobediencia al Estado en su Antígona.

Hay, pues, que desalentar a nuestros jóvenes del estudio de las humanidades en general y del griego y del latín en particular, a pesar de la humorística respuesta del profesor Adolfo Muñoz Alonso. “¡Menos latín y más deporte!”, exigió, en las Cortes, Solís Ruiz, ministro franquista. ¿Qué utilidad tenía hoy la lengua de Cicerón? El catedrático de la Complutense le replicó: “Por de pronto, señor ministro, para que a Su Señoría, que ha nacido en Cabra, le llamen egabrense y no otra cosa”.

Sí, hay que fumigar todas esas antiguallas que sugieren o contienen las humanidades: la dignidad humana, el bien y la belleza, la igualdad de todos los hombres —según proclamaban los estoicos—, la libertad individual, el verbo como única arma, la parresía o el coraje de decir siempre la verdad, incluso si eso supone un desafío a las convenciones.

Todo esto, en fin, que nos legó Grecia hay que extirparlo y cubrirlo de sal. Ya lo están haciendo irreprochablemente bien Salvini, Marine Le Pen, el Partido de la Libertad de Austria o la ultraderecha xenófoba sueca. Ah, y si algún adolescente escoge un libro en vez del móvil, que lo reprograme de inmediato el departamento de orientación del colegio (al chaval, claro, no al teléfono). Y, si persiste, que se amorre al Marca, como Rajoy, que llegó a presidente de España alimentado únicamente de fueras de juego; pero que jamás lea a Tucídides ni a Herodoto, para que nunca sospeche que lo que llamamos democracia no es más que una oligarquía sustentada por un, a menudo, acrítico respaldo popular.

Para que Sócrates y los alumnos y profesores que se manifestaron el sábado pasado no vuelvan a las andadas, hay que presentar las humanidades como un jarrón de la dinastía Ming. O sea, afirmar que son algo valioso, pero callar que son inutilizables. Solo excluyéndolas paulatinamente de la sociedad, podrán crecer y multiplicarse los ciudadanos ejemplares, los ciudadanos obedientes, los ciudadanos pastueños, los ciudadanos sumisos, dóciles y mansurrones que, como en el poema, despreciarán cuanto ignoran. Y será mucho.

Y no hay que olvidar describir, en última instancia, las humanidades como una carga superflua para el contribuyente, cuyos impuestos se podrían destinar, no a un congreso de puretas sobre Aristófanes, sino a perfeccionar la tecnología del chupachús. Algo de mucha más utilidad y provecho. Así contentamos de paso a los niños de Torrebruno, que en paz esté.

En fin, si doña Isabel Celaá y el resto de fuerzas políticas no actúan; si ignoran las reivindicaciones de Sócrates y sus discípulos hodiernos, serán cómplices del emperador Justiniano, aquel que en nombre de Dios (hoy, Economía) cerró la escuela neoplatónica de Atenas y prohibió la enseñanza de la filosofía. Si esto sucede, empezará, de nuevo, la larga noche de la edad oscura. Los resurgidos fascismos europeos se frotan ya las manos.