No podemos negar que vivimos tiempos difíciles para quienes vestimos toga. Y si nuestra toga se adorna con el escudo del Ministerio Fiscal, podemos afirmar que, se trata, además de una situación difícil, de algo totalmente inaudito. Porque es inaudito que nada más y nada menos que el Fiscal General del Estado, toda una fiscal jefa de Madrid, y el Teniente fiscal de la Secretaría Técnica sean citados en calidad de investigados -que no imputados, por más que los medios sigan empleando ese término- ante el Tribunal Supremo. Una situación con la que confieso que ni yo misma, que me precio de tener una imaginación sin límites, hubiera podido fantasear nunca.
Se ha hablado mucho del tema. Y se seguirá hablando, sin duda, porque la cosa no es grave sino gravísima. Y no solo para los implicados, sino para todo el Ministerio Fiscal y para el prestigio y la credibilidad de las instituciones. Y por eso mismo no voy a hablar del eventual resultado de ese procedimiento, sino del camino que ha llevado hasta aquí. Un camino que, a mi juicio, nunca debería haberse seguido porque, entre otras cosas, no tiene marcha atrás.
En estos días, y a propósito de todo este alambicado periplo judicial, recordaba algo que en su día pasó desapercibido. En el año 1995, la Disposición Adicional 1ª de la Ley Orgánica del Tribunal del Jurado eliminaba el antejuicio, derogando el precepto que regulaba esta figura en la ley del Poder Judicial, que no consistía en otra cosa sino en un filtro previo a la imputación o procesamiento de miembros de la carrera judicial o fiscal. Ignoro qué motivo tal supresión, aunque tal vez se consideraba que era suficiente con el aforamiento para protegernos de denuncias o querellas injustificadas, pero es una figura que sigue existiendo en otros países.
La necesidad de un filtro previo no es nada raro. Viene ocurriendo con miembros del Parlamento vía suplicatorio sin que nadie se rasgue las vestiduras. Pero hasta ahora los mecanismos existentes parece que habían bastado. El criterio general, cuando de persona aforada se trataba, era hacer una investigación en el juzgado territorialmente competente y, solo en el caso de considerar, tras esta investigación, que existen indicios solidos contra el aforado, remitir al órgano competente por razón del aforamiento.
Pero en el caso del Fiscal General del Estado, se ha roto la baraja y se han repartido las cartas de nuevo. Y, en lugar de hacer una investigación inicial en el juzgado de instrucción, se ha remitido directamente al Tribunal Supremo, con todo lo que ello supone.
Por su parte, el instructor del más alto tribunal no ha hecho sino lo que, en principio, debería ser normal en cualquier procedimiento: citar en calidad de investigado a la persona denunciada. Una citación que no sería más que un trámite previo a la “verdadera imputación” para que la persona pueda comparecer asistido de defensa y con todos sus derechos garantizados. Pero, y aquí llega el segundo problema, como hace ya tiempo que los partidos políticos han colocado sus imaginarias líneas rojas en este trámite procesal en una frenética carrera por tratar de demostrar quién es más puro y limpio, esta citación se convierte en un verdadero estigma que hace tambalearse los fundamentos de nuestro Estado de Derecho.
Y así, aunque el proceso acabe con un archivo o con una absolución, el daño causado va a ser inevitable. A la institución y, desde luego, a las personas afectadas. Y no solo eso: deja abierta una puerta que difícilmente pueda cerrarse. Hoy es el Fiscal General del Estado, pero mañana podía ser cualquiera.
Por eso, habría que dar una repensada al sistema. Al sistema, o al modo de utilizarlo. Porque, además del daño irreversible del que hablaba, el precedente es peligrosísimo. Tanto, que ni siquiera mi imaginación sin límites es capaz de calibrarlo.
SUSANA GISBERT
Fiscal y escritora (@gisb_sus)