Inés Arrimadas es la Caperucita Naranja que cruza sin miedo el bosque del independentismo catalán, lleno de lobos feroces con cruces amarillas reflejadas en los ojos. Es sabido que, en las honduras de la cesta, Inés lleva un Iphone, dos butifarras, un cromo marchito de Guardiola y el más de millón de votos que le hicieron ganar las pasadas elecciones catalanas (ah, y también un guardaespaldas). Pero aunque ella va a lo suyo, cuerpo gaditano y blanco, sonrisa de colegiala treintañera al viento, cuando pasea por los bosques urbanícolas de Vic o de Canet de Mar, la acecha, detrás de un parterre con petunias, una jauría de lobos.

Son las fieras del procés. Personas, o algo así, no vamos a ponernos tiquismiquis, que la abuchean, la insultan, la vejan, la hostigan. Fauces que le ladran su halitosis y le arrojan elementales y parvularios insultos. Puta, le aúllan. Cerda, le gritan. Márchate de Cataluña, completan los paramilitares del procés. Y todo porque Arrimadas le lleva una cesta con butifarras a su abuelita y no le asusta cruzar la selva negra del independentismo, a pesar de Empar Moliner, esa que incendió la Constitución en un programa fallero de TV3 y que a uno le trajo a la memoria aquel 10 de mayo de 1933 en el Opernplatz de Berlín, cuando el lobo en llamas de la cruz gamada achicharró los libros de Heine, de Heinrich Mann y de otros autores “poco alemanes”, según los torquemadas nazis, aunque hubieran nacido en el país y sus madres los hubieran destetado con legítimas salchichas de Frankfurt.

Acertó Cioran cuando dijo que los verdaderos criminales son los que establecen una ortodoxia y a partir de ella distinguen entre el fiel y el cismático. Y a Arrimadas, Caperucita Naranja, Evita Perón de media Cataluña, los procesistas la han incluido en el segundo grupo, porque no le perdonan su inteligencia, su coraje, su oratoria opuesta a la trivial de la Cataluña tribal. Les molesta que no se doblegue, que no se arrugue, que no se queme en sus propias lágrimas. Otrosí digo: les irrita que una mujer fuera la más votada. Una mujer “muy masculina”, como se definió a sí misma en una entrevista, más hombre que Pablo Casado y Margaret Thatcher juntos. Y guapa, además. Arrimadas tiene una belleza grecoandaluza que es un cruce entre la cariátide más sexi del Partenón (la primera por la izquierda) y una versión más mediterránea, más cuajada y menos eremítica de Audrey Hepburn.

Los insultos a Arrimadas, el desear que la violen en grupo​, el intentar prohibirle la entrada en pueblos alegando que va a provocar, son inadmisibles

Arrimadas, por otra parte, no es la Frida Khalo de Albert Rivera. Esta chica tiene ideas matrimoniales propias, políticamente hablando, se entiende. Su mayor mérito, de hecho, es no parecerse a Rivera. Inés I de Cataluña y nosecuantésima de España (hay muchas) es la musa de la derecha de los másteres y el turismo rural de postín, esa que te extiende en el campo un mantel de cuadritos rojos y blancos que sugieren tortillas de patatas antes de la guitarra de sobremesa. Cs quiere gobernar España con bocatas dominicales y hormigas campestres. No llegarán más lejos de donde están si en el programa solo hay morcillas de Burgos y valores tradicionales, y más teniendo en cuenta que estos se los acaba de llevar, junto con los daguerrotipos sepias del bisabuelo y un rosario de nácar, Pablo Casado el Viejo a la modernizada sede ideológica del PP, donde ya usan incluso máquina de escribir. Pero la función de Arrimadas en Cataluña, al margen de que uno esté más o menos de acuerdo con su programa, es necesaria e imprescindible, siquiera por pluralidad democrática y para permitir que se retraten a sí mismos, sin necesidad de pinceles ajenos, los paramilitares de las cruces amarillas.

Los insultos a Arrimadas, el desear que la violen en grupo, el intentar prohibirle la entrada en pueblos alegando que va a provocar —el mismo argumento del terrorismo abertzale; Cataluña empieza a ser la Hernani del noreste, ojo— son inadmisibles. Y han sido las mujeres las primeras que han tenido que poner las cosas en su sitio, como en todo lo importante, firmando un manifiesto para que Arrimadas pueda desempeñar su trabajo sin que la llamen puta, que los hombres, en general, somos callastrones y segundones en según qué cosas. Ese manifiesto debería haber sido firmado por todos los que creen, de verdad, en los valores democráticos. Era una buena ocasión para demostrarlo, pero en este país en que nos desgañitamos durante tres semanas por un penalti, callamos como putas cuando toca hablar. Ahí va mi firma, Inés.