La herramienta más infalible para conocer cómo son las personas, de verdad, sin máscaras, sin prejuicios y sin poses, es observar cómo tratan a los demás. Y cuando digo los demás me refiero tanto a personas como a animales, como, en realidad, al mundo que nos rodea. Es más, cuanto más vulnerable es un ser vivo, más respeto y solidaridad merece; los seres humanos somos, como la especie con más poder, los custodios del planeta, y es nuestra responsabilidad proteger, tener amor y compasión hacia todos los seres vivos en toda su diversidad. Ése es el más profundo sentido de la moral.
Sin embargo, en sentido contrario, no hay más que ver alguna imagen o grabación del interior de las macro granjas de las multinacionales de la industria cárnica o lechera, para comprobar el trato aberrante y espantoso que reciben millones de esos seres vivos, sufriendo vidas agónicas, desde que nacen hasta que mueren. Es algo aterrador, mucho peor que la imagen de cualquier infierno que podamos crear en nuestra imaginación. Ese maltrato, del que Milan Kundera decía que es el gran pecado de la humanidad, se ha multiplicado por mil desde que el pensamiento neoliberal, neofascista o psicopático (se puede llamar de muchas maneras) se instaló en nuestras vidas, difundiendo y expandiendo la insensibilidad, la inmoralidad, la crueldad y, en definitiva, el odio.
Pues bien, los gatos llevan muchos siglos sufriendo ese desprecio y ese odio, de una manera más intensa que el resto de los animales, a pesar de ser seres hermosísimos y adorables, de los que Da Vinci decía que cada uno de ellos es una perfecta obra de arte. Los gatos fueron dioses durante siglos en las antiguas culturas mesopotámicas, y eso hizo que fueran posteriormente odiados y perseguidos por el cristianismo, que quiso imponer su dios, y aniquilar a los precedentes. Varios edictos papales en la Edad Media, por ejemplo, obligaban a quemar a los gatos en hogueras por ser considerados reencarnaciones del diablo. Hasta que casi los exterminaron, lo cual contribuyó a la propagación de la devastadora epidemia de peste negra que a mediados del siglo XIV devastó, con treinta millones de muertos, la Europa medieval.
Los gatos son seres tan sensibles, inteligentes, dignos, libres, independientes y amorosos a la vez, que inspiran admiración y amor a mucha gente, gente entre la que me incluyo. Y también se incluye el presidente del gobierno, Pedro Sánchez, a la vista de alguna imagen que hay de él agachándose para acariciar a algún gato de la calle. A pesar de que la reciente Ley de Protección Animal tiene que mejorar mucho, porque nos parece a mucha gente todavía del todo insuficiente, tener a un presidente del gobierno sensible, compasivo y empático es de lo mejor que un país puede tener. Ya lo decía Ortega y Gasset cuando hablaba de necesidad de prestancia en los que nos gobiernan, prestancia intelectual y sobre todo prestancia moral. Lo acaba de decir también, con otras palabras, la gran Jane Fonda en su discurso maravilloso en los Premios del Sindicato americano de Actores, haciendo referencia a la falta de empatía de Trump: “No se equivoquen, la empatía no te hace débil, sólo significa que te importan los demás”. Y eso es fundamental para gobernar.
Pues bien, ese detalle del presidente, que denota claramente espíritu compasivo, es decir, que muestra empatía y grandeza, se convierte, para la mente despiadada e insensible de algunos, en poco menos que un pecado mortal. Un diario de la prensa digital, de esos que reciben dineros de las derechas para soltar bulos y verdaderas barrabasadas (con el objetivo, como bien sabemos, de acabar a toda costa con el gobierno) coló hace unos meses una noticia, como poco, sorprendente. El titular era “Sánchez se gasta 6.500 euros en comida para los gatos de la Moncloa”; después especificaba que ese importe es de varios años. Al parecer, el presidente se ha encargado de que se controle y se alimente a una colonia de gatos abandonados en los jardines de Moncloa. Lo cual es, además de necesario y un acto de bondad, una obligación legal. Pero las derechas hacen mofa de eso, como de tanto, y, además, acogen en su militancia a jóvenes (ocurrió en Talavera de la Reina) que se dedicaban a matar gatos por la noche y a subir a las redes fotos horribles de gatos muertos, amputados y descuartizados; y ahí siguen, en las filas de las derechas, verdaderos psicópatas, aunque ellos se autodenominan “personas con valores” o “personas de bien”.
El médico e investigador argentino Fernando Ulloa introdujo un concepto importantísimo en el ámbito de lo político: la ternura. Tan desdeñada, tan despreciada por los que saben que sólo les es propicia la maldad, la ignorancia y la barbarie. Decía Ulloa al respecto: “Hablar de ternura en estos tiempos de ferocidad no es ninguna ingenuidad. Es un concepto profundamente político. Porque es poner el acento en resistir a la barbarie que atraviesa a nuestros mundos”. Porque, efectivamente, es sólo el amor, y no el odio que algunos propagan, lo que de verdad puede salvarnos y salvar al mundo. Adoro esta sencilla sentencia de la maravillosa ecologista Petra Kelly, que resuena en mi interior profundamente: Ser tierno, y, a la vez, subversivo. De eso, yo creo, se trata.