Hubo un tiempo, cuando el confinamiento parecía el mayor de nuestros problemas, que pensábamos que al salir retomaríamos nuestras vidas donde las dejamos. Pensábamos que volveríamos a nuestros trabajos, a nuestras vacaciones y a nuestras aficiones y recuperaríamos los besos y los abrazos perdidos. Nadie nos advirtió que debíamos guardar energías para resistir más allá de la canción cantada a voz en grito.

El mundo que nos estaba esperando parecía ser el mismo, pero era mera apariencia. Mucha gente ha perdido su trabajo, otra lo ha visto reducido hasta volverse raquítico, y no siquiera el ocio es como antes.

El maldito bicho sigue en el aire, y con él el miedo. Miedo de algunas personas, sobre todo mayores, a salir de casa, a relacionarse por más ganas que tengan. Abuelas que no besan a sus nietos, hijas que escatiman a sus madres ese abrazo que anhelan. ¿Nos arriesgamos a ponerles en peligro, o nos arriesgamos a quedarnos sin los abrazos para siempre? Difícil decisión.

Se habla mucho de la gente imprudente que se salta las medidas, pero se habla poco de quienes las mantienen de una manera enfermiza por temor al contagio. Y no es bueno privar a nuestra vida de toda espontaneidad, de toda muestra de cariño, de todo contacto humano. No solo es el síndrome de la cabaña, que imagino que, más tarde o más temprano, se acaba superando. Es pánico vestido de hipocondría o hipocondría vestida de pánico.

Conozco personas que se lavan hasta casi levantarse la piel, que pasan más rato desinfectando la compra que haciéndola, que van por la calle -si van- esquivando a todo el mundo e incluso fingen no haber visto a alguien por no enfrentarse a un saludo demasiado cercano. Sé de gente que se niega a oír una sola palabra de los informativos o los lee con la única intención de hacerse mala sangre. Y también conozco a quienes no pueden oír hablar de un solo síntoma del coronavirus sin creer de inmediato que lo padecen. Y debe ser horrible.

Nuestra sociedad siempre se ha caracterizado, por el contrario de otras, por no saber enfrentarse a la muerte, por no asumir que la muerte forma parte de la vida. Quizás de ahí venga el miedo. O tal vez sea el miedo a padecer miedo.

No podemos ser irresponsables, pero tampoco vivir en estado de pánico. En el punto medio está la virtud. El problema es ¿dónde está ese maldito punto medio? Que me avise quien lo encuentre.