Supongo que estarán al tanto de la noticia que estos días ha sacudido, una vez más, a los inquilinos del edificio de la Carrera de San Jerónimo, referente al contrato de explotación del bar del Congreso, en el que se han de respetar los precios máximos de los cafés, los pinchos y las copas variadas. A la mayoría del personal le indigna que, mientras los comunes mortales tenemos que soltar la tela por cualquier producto a precios más caros que sus señorías, los diputados nacionales se permiten el lujo de degustar una copichuela por sólo tres con cuarenta y cinco euros, precio irrisorio comparado con el que el resto de ciudadanos pagamos por la misma consumición en cualquier establecimiento de licores. Pero eso es nadar en la superficie, falta el pertinente buceo, lo que la noticia no dice pero que es tan real como la vida misma, y tan indignante para la población. Los electos apenas realizan desembolsos en lo que se denomina “gastos corrientes”: lo tienen todo prácticamente sufragado. Desplazamientos, manutención, vivienda, alquileres… no precisan tocar su sueldo en la mayoría de los casos.

Vivimos en una sociedad de patricios estructurada a base de placeres y necesidades cubiertas, en la que los poderosos atesoran el mango político con todo tipo de beneficios y sin ninguna responsabilidad proveniente de la cartera, una clara oposición al papel que desarrolla el resto de ciudadanos, plebeyos todos, que se costean hasta respirar, y a precios más que abusivos. No es de recibo que el bar donde van a tapear y beber no pueda subir los precios de sus productos para equipararlos a la realidad de más allá de sus narices, pero esa no es la noticia en sí, es la pura consecuencia de su ritmo de vida, de su evidente estado de bienestar, muy parecido al de los tiranos y dictadores que apenas se rascaban el bolsillo mientras sus “súbditos” padecían en primera persona el mal trago de ser normales, del montón. Y esto tiene que acabar. La honradez y honestidad del servidor público (que es lo que son) comienza por pulir “pequeños” detalles, esos que no implican solucionar temas de Estado pero que no cabrean al personal. Desembolsar lo que paga el resto de los mortales es la primera oportunidad al alcance de la mano de nuestros representantes. Aceptar una enorme rebaja en cuchipandas, seguir recibiendo dietas por gilipolleces y abstenerse de sacar a paseo algunos billetes debe convertirse en su primera intención de gobierno, en su primer serio compromiso con el que se aguanta aunque se suba el IVA. Por cierto, no sé si han reparado en el dato, pero un gin tonic a 3,45 euros es aún más barato para los políticos que un gin tonic en la calle con el IVA de antes. Ni así son capaces de pagar lo que corresponde.

Un país que ha decidido apretarse el cinturón, pasarlas canutas cada día, soportar un aumento de impuestos cuasi criminal y padecer congelación o rebaja de salarios no puede llevar colgado del brazo a un colectivo de privilegiados a los que nada de lo anterior les afecta. Les debe afectar lo mismo, o quizás un poco menos que al resto, pero vivir como en los años noventa cuando los demás vivimos como en el siglo trece es un insulto a la ciudadanía, una risotada al viento escuchada en todos los rincones de España, como queriendo decir que los votos otorgan las rebajas, las prebendas y los beneficios que nunca están al alcance de los demás. Y de paso, una reflexión: cuando un político pierde la noción de lo que pasa en la calle deja de servir a los demás para servir a su propio lobby, a los de su estatus. Se convierte en clasista, excluyente y parcial, y ya no merece ser llamado político. Eso es otra cosa distinta. Son aprovechados, sin más. Sin medias tintas.

 

* Jesús Cascón es periodista. Granada